Qué bonita herencia
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Como mis Cheetos en la bolsa sobre el lavaplatos en mi apartamento en Sunnyside, Queens, mientras busco en Google “artritis psoriásica y embarazo”. No estoy embarazada, pero mi hermana menor acaba de anunciar que está esperando su segundo hijo. Al respecto, Mami me preguntó cuándo me iba a “afanar” y a “darle nietos”. Quiero gritar, pero no lo hago. En cambio, meto mi dolor en mis huesos. Les pregunto a mis doctores sobre embarazarme. Ellos me sugieren que pierda peso y dicen que quizás eso me ayudará con mi dolor crónico. Estoy gorda, pero quizás no estar gorda ayudaría. Busco “artritis psoriásica y personas delgadas”.
Deambulo por el Target en Elmhurst tras recibir el diagnóstico de un reumatólogo que trabaja en esa zona. No quiero ir a casa, ni estar sola. Target está lleno de gente, como siempre. Me gusta estar rodeada de personas y que no se espere que hable con alguien. Había tenido un dolor crónico por más o menos un año antes de saber cómo llamarlo. Mi hermana menor y Mami ya habían tenido artritis psoriásica por varios años antes de que yo desarrollara síntomas. En 2018, cuando me desperté con mi dedo anular curvándose en una posición fetal, sospeché que yo también tenía lo mismo.
Mi cuerpo nunca se sintió mío. Mi cuerpo nunca se sintió como que me pertenecía. Crecí sintiéndome insegura en mi cuerpo. Cuando era una niña, quería caminar por ahí sin camiseta, como veía que mi padre lo hacía. No entendía por qué no podía mostrar mi cuerpo. Desarrollé curvas muy temprano. Los miedos que tenían mis padres sobre los peligros a los que me podía exponer mi cuerpo me hacían avergonzar. Al principio le temía a las maneras en que los niños y los adultos podían intentar hacer que mi cuerpo fuera suyo. Al crecer, comencé a temerle más a lo fácil que era dejar mi cuerpo atrás y dejarle a cualquiera hacer lo que quiera con él.
Ahora me siento traicionada por mi cuerpo. Ya era difícil querer a mi cuerpo. Y ahora mi cuerpo palpita de dolor para recordarme, así quiera o no, que estoy en este cuerpo. Mi esposo dice que se asusta cuando hago comentarios sobre no querer estar en mi cuerpo. Hay días en los que salir de la cama es más difícil porque el dolor me atrapa. Él ama mi cuerpo, pero mi cuerpo y yo estamos en conflicto.
En la primavera de 2019, la Dra. S., mi reumatóloga, me sugirió reducir mi estrés y comenzar a caminar para ejercitarme. Mi peso siempre ha sido una preocupación para los doctores. Mi peso es lo primero que ven los doctores. Ya me había aparecido una placa psoriásica varios años antes de que me apareciera el dolor articular, pero los doctores insistían en que eran brotes debidos a mi gordura y a la fricción. Cuando la Dra. S. me dijo que comenzara a caminar, ya tenía un dolor perceptible en mis articulaciones.
Caminé algunas cuadras por mi calle hasta que llegué al parque en Skillman Ave. que tiene un mercado campesino. Las calles están llenas de edificios residenciales de ladrillo y árboles de los que brotan hojas verdes y flores blancas. El tren 7 retumbaba encima. Vi una banca vacía y segundos después de sentarme estaba llorando. Mi cuerpo duele. Mis manos, mis rodillas, mis pies… palpitan. No puedo recordar mi cuerpo sin el dolor. Me despierto con un redoble dentro de mis muñecas, latiendo como si estuviera sosteniendo mi corazón en mis manos. El dolor de mis rodillas a veces no me deja dormir. Ya no sé cómo más decir que estoy adolorida.
Un doctor no me dijo que tenía “dedo en gatillo”. Lo busqué en Google y decidí que eso era lo que tenía pues mi dedo se parecía a las imágenes. Cuando me desperté con mi dedo anular haciendo un puño, tomé el bus Q60 en Queens Blvd. hacia el consultorio de mi médica de cabecera en Elmhurst. El tráfico en Queens Blvd. era pesado, pero eso era esperable. Los carros pitaban y giraban de un lado al otro. El bus se llenaba en cada parada, los pasajeros se empujaban para pasar, todos buscaban protegerse de la lluvia de afuera. Mi primer error fue llegar a la clínica sin una cita. No había ningún doctor disponible y urgencias no abriría hasta por la tarde.
—¿Qué se supone que haga con esto? —le mostré mi dedo doblado a la recepcionista.
El dedo no dolía, pero no podía moverlo, no podía hacer que se estirara, abriera, o liberara.
—Pide una cita o vuelve a urgencias —me dijo la recepcionista y llamó a la siguiente persona en la fila.
Mi segundo error fue buscar mis síntomas en Google y ver las imágenes de camino a casa. El Q60 básicamente para en cada cuadra. Eso es mucho tiempo para ver imágenes de articulaciones enredadas. Tras un rato, las manos artríticas en la pantalla de mi teléfono se convirtieron en raíces de árboles nudosas que se torcían y volteaban en todas las direcciones.
La cita más cercana con mi médica de cabecera está a semanas. Para cuando vuelvo al consultorio para mi cita de 15 minutos, mi dedo anular ya se desenrolló y no tengo evidencia física de mi dolor para mostrarle a la doctora. Mi visita dura menos de 5 minutos. Ella toma mi mano en la de ella, mira mis nudillos, mis palmas y me prescribe unas pastillas antiinflamatorias, me dice que pierda peso y me envía de vuelta a casa. Ni siquiera tuve tiempo de explicar el adormecimiento en mis manos. No podía recordar las palabras para describir el hormigueo en mis manos. No podía describir el pinchazo que me despertó en medio de la noche. Me pregunto si el dolor de verdad era así de fuerte. Tomé el bus de vuelta, desinflada. Mis manos se sentían más pesadas con cada parada que hacía el Q60.
Más o menos un año después, la Dra. S. sugiere que la aparición de los síntomas de la artritis probablemente estuvo causada por el estrés que siento por mi carrera.
—El estrés puede causar brotes. ¿Has tenido mucho estrés últimamente?
—Soy una profesora de CUNY —digo, mientras aguanto la respiración y espero una acusación sobre el trabajo cómodo que tengo.
Mi culpa de inmigrante comienza a aparecer mientras que mis ojos se comienzan a aguar, con miedo de que me regañen por lo desagradecida que debo sonar. Comienzo a pensar que quizás me estoy inventando el dolor, que quizás el dolor no es real. En cambio, el doctor anota algo en su libreta y me dice:
—No vale la pena enfermarse por ningún trabajo. ¿Y cómo está tu vida familiar? ¿Es estresante?
Tan sólo puedo ver la mitad de la cara de la Dra. S., pero la ternura de sus suaves ojos cafés me hace pensar que de verdad le importo. Las lágrimas se acumulan en los bordes de mi mascarilla.
No me gusta caminar como manera de ejercitarme y mejorar mi salud física o mental. No me gusta hacer caminatas sin saber a dónde voy. Necesito un destino, un lugar para llegar. La fatiga es un síntoma común de muchas enfermedades crónicas. Debido a esto, necesito descansar. Ya no puedo diferenciar entre fatiga por depresión, fatiga por mi enfermedad crónica, fatiga por agotamiento, o fatiga por covid, pero necesito sentarme ocasionalmente. Hice un mapa de rutas que tuvieran bancas en su recorrido. No hay muchos lugares para sentarse. Entre más me alejo de mi departamento, hay menos espacios para descansar.
El aire huele a pan quemado cuando paso por Burger King y una tienda de café coreana en Queens Blvd. Estoy esperando el bus para encontrarme con una amiga en Manhattan. Aunque sería mucho más rápido si tomo el tren 7, mis rodillas no pueden aguantar los cuatro pisos de escaleras para llegar a la plataforma. En días buenos, cuando mi cuerpo es fuerte, puedo subir las escaleras si me tomo mi tiempo. Pero ir despacio en las escaleras del metro no es realmente algo que se haga en Nueva York. La parada del 7 cerca a mi departamento no tiene ascensor ni escaleras eléctricas. Puesto que me asusta caerme, prefiero el bus, cuando se puede. En bus, media hora se podría convertir en una hora o más, dependiendo del tráfico. “Nos vemos pronto”, le escribo por texto a mi amiga, sabiendo perfectamente bien que no será “pronto”.
Ir en bus quiere decir que rara vez llego a tiempo. La vista desde el puente de Queensboro es hermosa. Las ventanas sucias del bus hacen ver la silueta de Manhattan a través de un filtro que hace ver el brillante cielo azul más opaco. El bus está lleno, pero me pongo en una esquina junto a una silla y la puerta trasera. Cuando salgo, tengo que trepar sobre un carrito de mercado que bloquea la puerta. Me tropiezo y caigo hacia afuera, sosteniéndome de las manijas de la puerta, intentando sobrevivir. Mis muñecas estallan como papel de burbujas. Le pregunto a la señora que lleva la bolsa con la que me tropecé, cuyos contenidos están ahora regados en el piso del bus, si está bien. Un hombre que sostiene la puerta dice:
—Ella estará bien. ¿Tú estás bien?
Asiento y me doy cuenta de que estoy llorando.
La Dra. S. me recuerda que tengo que reducir mi estrés. Dice esto en medio de una pandemia, mientras que la decisión “Roe v. Wade” es derogada. No salgo de mi departamento por varios días después de la decisión de la Corte Suprema, pues no sé cómo. Ha pasado un mes desde el tiroteo en Uvalde, ha pasado un mes y medio desde el tiroteo de Buffalo. “¿Cómo puedo reducir mi estrés?”, le envío por texto. “Tengo miedo de estar viva”. Me digo esa última parte a mí misma y suspiro. Más o menos un tercio de mis estudiantes han dejado de ir a clase. Me siguen llegando correos del trabajo sobre llenar este formulario y sobre usar este sistema y ese sistema y todos los sistemas para contactar a los estudiantes que han desaparecido. Pronto, los estudiantes regresarán y yo recibiré más correos del trabajo sobre enfermedades (físicas y mentales), sobre todas las muertes familiares, sobre el duelo y el dolor que han dificultado completar las tareas a tiempo y me pedirán extensiones y llorarán en mi oficina y me pedirán más tiempo. “¿Dónde encuentro más tiempo? ¿Para reducir el estrés?”, le quiero preguntar a mi doctora.
Puedo escuchar el tren 7 pitando a lo lejos. Puedo escuchar el tren. No escucho carros pitando, niños gritando, señoras riéndose, puertas cerrándose, perros ladrando, o monopatines acelerando. Puedo escuchar el tren… “¿dónde está todo el mundo?”, me pregunto. Quizás tampoco sabían cómo salir de sus departamentos.
Escucho audiolibros caminando por Sunnyside. A la vez que el mundo se hace más ruidoso, también lo hacen los pensamientos en mi cabeza y, al parecer, tan sólo una voz más ruidosa en mis oídos los puede acallar. Escucho Brown Girls (Chicas morenas) de Daphne Palasi Andreades de camino a la oficina postal para enviarle un paquete a mi hermana en Chicago. Agarro mi bolso con tanta fuerza que mi mano se acalambra, pero no me doy cuenta hasta que lo suelto. Alguna vez estuve en un taller en el que el instructor nos dijo que el duelo vive en nuestros huesos. En la oficina postal me pregunté si esa era la razón por la no que no me había dado cuenta del dolor en mi puño cerrado… tenía dolor todo el tiempo, el dolor vivía en mí, ¿cuál sería la diferencia de tener más dolor? Camino hacia al este hacia Queens Puppy para ver los perros en el escaparate. Quiero un perro, pero no quiero cuidar a un perro. Camino por la tienda de plantas en Greenpoint Ave. y no puedo pararme frente a la ventana porque la calle se está llenando de niños y jóvenes corriendo para alejarse todo lo posible de su escuela y de señoras con sus carritos de hacer compras apeñuscándose para tomar el bus. No he estado caminando por mucho tiempo, pero necesito sentarme. Una ola de fatiga me golpea y ahora me está tomando usar cada onza de energía que me queda para no dejarme ir y no colapsar en el suelo. Me siento en una banca junto a una mujer asiática mayor, debajo del arco de Sunnyside. Ella frota sus rodillas y yo quiero hacer lo mismo, pero tengo miedo de que parezca que me estoy burlando de ella o, peor aún, de que quiera conversar conmigo.
Estoy luchando contra las lágrimas en la esquina de Greenpoint Ave. y la Avenida 48 mientras espero el bus Q39. En mis oídos, la narradora de Brown Girls dice:
—Un deseo de escapar, de irse muy lejos, nos sobrecoge. Pero somos buenas chicas, nos obligamos a quedarnos. Porque somos las que lo lograron, ¿no? Somos las que hemos trabajado tan duro… pero, ¿para qué? ¿Y para quién?
Voy camino al trabajo, pero quiero volver a casa. Cuando estoy abrumada y me siento sola, como ahora, quiero ir a casa con Mami. Quiero que Mami frote mis huesos, que los cincele hasta quitármelos, los remoje, los repare y me reconstruya. No he ido corriendo a casa, llorando y gritando, hacia Mami, desde que era una niña. Cuando le escribo a Mami diciéndole que la universidad es difícil, que estoy quebrada (en varios sentidos) haciendo un posgrado, que la vida de profesora que pensé que nos salvaría a todos no es lo que pensaba, me dice: “mija, regrésense”.
Me aterroriza que haberme ido de casa haya sido por nada. No puedo volver sin nada en las manos. He estado lejos por tanto tiempo, me perdí de tanto. Necesito expiar y sólo puedo volver a casa si tengo una manera de arreglar, una solución. Como la mayor, me enviaron a reunir información, a informar sobre lo que había aprendido y a decirles cómo poder triunfar. Pero ahora estoy perdida, así que sigo estando lejos. ¿Cómo puedo volver a casa tan sólo para informar que no sé como podemos “triunfar”? Me quedo lejos porque soy una buena chica, soy buena y no sé para qué o para quién.
El bus Q39 está repleto. Me agarro del tubo encima mío. Mis dedos y muñecas palpitan. Si el conductor frena en seco, mi mano no podrá sostenerme. Una voz en mis oídos retumba: “chicas morenas, chicas morenas, chicas morenas”. Pasamos por la escuela primaria, por la escuela secundaria, por la vista del edificio Empire State entre el Centro Penitenciario de Queensboro y la universidad comunitaria LaGuardia.
Veo en Twitter que las farmacias no están vendiendo algunas “medicinas abortifacientes”, ni siquiera con receta médica. Poco después recibo un mensaje de texto de CVS diciendo que mi medicamento “no está disponible en este momento”. Busco en Google para averiguar si mi medicina se considera una droga “que causa abortos”. Según Google, una cantidad preocupante de medicinas pueden causar un aborto espontáneo, incluida la que yo tomo dos veces al día. Me preocupa tener que dejar mi medicina si mi esposo y no nos embarazámos. No puedo comprender la posibilidad de estar poseída por el dolor de articulaciones mientras que a la vez crece otra vida dentro de mí. Siento pánico por la posibilidad de heredarle este dolor a otra persona. Unos minutos después, me llega otro mensaje de CVS notificándome que mi medicina está lista para ser recogida y no sé cómo sentirme.
“Qué bonita herencia les he dejado”, me escribe Mami tras decirle que mi cuerpo duele todo el tiempo. Estoy caminando hacia la universidad comunitaria LaGuardia, que está a más o menos una milla de donde vivo. Estoy practicando caminar una milla sin verme como un desastre al final. Esa última parte es importante porque pronto tengo que volver a enseñar en persona. Me asusta contraer covid porque la artritis psoriásica es una enfermedad autoinmune. Me convenzo de que puedo caminar una milla al día sin problemas. Pero, de hecho, muchos problemas. Aún me siento fatigada, no de la manera de “soy una persona gorda sin estado físico” que muchos asumen, sino del tipo de fatiga de “vivir con dolor crónico hace que mi cuerpo tenga que trabajar tiempo extra todo el tiempo”. Las rutas directas al trabajo no tienen muchos lugares para sentarse. Si camino a lo largo de las calles más residenciales, hay algunas escaleras en las que puedo descansar. Cada vez más muros de antejardines tienen púas. En los días buenos, cuando mi cuerpo está fuerte, puedo caminar al Edificio C en la Thomson Ave. sin problema. En días más complicados, es una batalla física y emocional. En esos días camino por Queens Blvd., una calle mucho más transitada, para poder descansar en las bancas de las paradas de bus.
Mi esposo me suele acompañar en caminatas más largas. En días buenos, las caminatas son agradables. Hablamos, reímos, paramos en la tienda del barrio a comprar agua fría en botella, seguimos caminando hasta Long Island City, a la librería y el sitio de ensalada de al lado. En días más difíciles, soy como una niña que hace berrinche cuando me anima a caminar un poco más y le digo que “no quiero y no puedes obligarme”.
No entiendo la insistencia de mis doctores en decirme que pierda peso para ver si eso me cura. Pero entiendo que mi edad y mis condiciones de salud pueden complicar un embarazo. Mi esposo y yo caminamos juntos, hacia la posibilidad de hacer crecer nuestra familia.
Antes me enorgullecía de tener un umbral del dolor alto. Crecí en una casa con traumas compartidos y grandes necesidades individuales. Todos estábamos muy hambrientos y muchas veces no teníamos los medios para conseguir lo básico, por lo que cada vez se me hizo más fácil cargar con mi dolor, insertarlo en las grietas y hendiduras internas, absorberlo en mis huesos, obligándolos a expandirse para que les cupiera el dolor que no sabía cómo soltar.
Cuando la Dra. S. me pregunta cuánto dolor siento, no sé cómo categorizar ni medir el malestar que vive dentro de mí. Me pide mantener un diario del latir y el palpitar, del fuego en mis huesos, para poder comenzar a evaluar y luego a manejar el dolor. Me asusta que, si me permito sentir la fuerza entera del dolor, me romperé y no querré volver a rearmarme.
Mi esposo es una persona bondadosa. Planta girasoles en baldes y los pone en fila frente a la cerca de nuestro patio de concreto en Sunnyside. Vuela cometas de mariposa en la playa de Rockaway sobre el Océano Atlántico. Se preocupa por mí: sostiene mi mano cuando caminamos por la calle, camina adelante mío cuando bajamos por las escaleras del metro en caso de que me caiga, insiste en cargar las compras incluso cuando le digo que puedo ayudar, masajea mis manos por la noche antes de quedarnos dormidos.
Caminamos y caminamos hasta que Sunnyside se convierte en un laberinto, pero no pierdo peso y no nos embarazamos. Con cada día que pasa tengo más dificultades para levantar y sostener jarras.
—¿Cómo se supone que sostenga un bebé? —grito y me entierro en el pecho de mi esposo. Lloramos.
Ambos estamos aprendiendo a vivir con mi discapacidad de artritis psoriásica. Peleamos y nos arreglamos cuando la situación se pone difícil y ninguno de nosotros sabe qué hacer. Quiero que él sea mi hogar, hacerlo más grande que el mundo para poder esconderme dentro de él. Me ruega y me implora que le diga cómo hacer que toda yo quepa en sus brazos. Me retiro porque no es justo, no está bien, no es saludable exigirle esto. Aprieta mi mano y me pide “volver” para que podamos ir a dar una caminata por Sunnyside.
Sonia Alejandra Rodriguez (she/they) es una escritora y educadora radicada en Queens, Nueva York. Es una inmigrante mexicana, criada en Cicero, Illinois. Sus cuentos han sido publicados en Newtown Literary, Strange Horizons, The Acentos Review, Longreads, Okay Donkey, Reckon Review, Mixed Mag y HAD, entre otros. La escritura de Sonia ha sido nominada para el Pushcart Prize, Best Small Fiction y Best Microfiction. Síguela en Twitter: @RodriguezSoniaA