Guatemalchecos
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Si llego a tener un hijo, no tengo la certeza que le pondré Vaclav. Eso sí, siento la responsabilidad de hacerlo, porque, como me lo han mencionado en repetidas ocasiones, el nombre es “único” y connota una tradición familiar ya centenaria. Pero qué odioso despojar a alguien de su propia identidad, ¿no? Hasta cierto punto, me parece un arcaísmo. Pero en fin, soy el último sobreviviente hombre de mi familia, lo que me lleva aceptar lo del nombre, más que un ser motif, como un precursor patronímico. Tener una hija seguramente facilitaría las cosas.
En cualquier caso, habré de crear un manual para guiar en sus respuestas al Vaclav del futuro cuando le pregunten el origen de tan extraño nombre. De paso, el manual funcionará como compilatorio intergeneracional de historias que nos han dejado como herencia inmaterial los familiares que ya partieron.
Independientemente del idioma o del lugar, las preguntas siempre han sido realizadas en tono de sospecha, como dudando la autenticidad de mi respuesta antes de que las diga. En mi caso, ha llegado al punto que puedo responder las dudas sobre mi nombre de forma automática y desdeñosa.
Me llamo Vaclav, significa “más gloria” en bohemio antiguo.
“¿Y de dónde sos?” Pues de aquí, de Guatemala. “Pero tu nombre no es de acá, ¿o sí?” No. Pero yo sí. Soy la cuarta generación de inmigrantes checoslovacos. “¿Hablas el idioma?” No, no hablo checo. “¿Y has ido allá?” Sí, he visitado un par de veces. Creo que tengo familia allá, aunque no estoy completamente seguro. “¿Y te gustaría regresar?” No quiero volver allá porque nunca viví en ese país. En todo caso, quiero volver a la Ciudad de Guatemala, de donde soy.
Les tendré que decir a mis hijos que las preguntas que les hagan, a pesar de ser odiosas por su frecuencia, siempre van a ser válidas: preguntar por tu nombre es la forma más común de saber de dónde eres. Pero la gente no debe asumir tu ascendencia u origen. Habrá veces que las preguntas con tono de sospecha las harán aquellos que asumen que no perteneces a algún sitio, exponiendo un sesgo implícito para categorizarte como ajeno o extranjero. Se tiende a pensar que un guatemalteco se ve y se llama de una forma; lo mismo con un checo.
El manual tendrá un formato predeterminado. Primero les diré a mis hijos que crecí en casa de mi abuelo, de quien heredé el nombre. Lo mismo le ocurrió a él con su padre, y así sucesivamente por tres generaciones. Finalmente les contaré la trayectoria que mis bisabuelos siguieron para llegar hasta aquí. Como un homenaje póstumo a las raíces familiares, tan extrañas como entrañables, haré hincapié en el hecho que sus ancestros podrán ser de algún lugar lejano y desconocido, pero que su historia sigue a flor de piel.
Guerras y revoluciones
No hay descendiente de inmigrante que tenga una historia mejor que la de sus antepasados. Mi bisabuelo Vaclav Masek Tumova y su viaje de Europa a América es un buen ejemplo. Contaban sus descendientes, incluyendo mi abuelo, que Vaclav se embarcó sin rumbo fijo desde Europa hacia América para escaparse de las trincheras europeas a mediados de la segunda década del siglo XX.
Se libraba la Primera Guerra Mundial y Checoslovaquia estaba encerrada dentro de las fronteras imperiales de Austria-Hungría. Reneé, su única hija sobreviviente, me contó que su papá salió huyendo de un paisaje bucólico en la región de Bohemia, antes Checoslovaquia y hoy República Checa. Habría estado en su adolescencia, me dijo René, cuando tomó un barco en Inglaterra para llegar a México, país que irónicamente ya se encontraba sumido en una revolución.
El muchacho que escapa de una guerra para llegar a otra.
Al desembarcar en Veracruz, mi bisabuelo fue obligado a enlistarse en las fuerzas armadas del gobierno de turno. En aquel entonces, el Estado se había enfrascado en una serie de batallas contra el general José Doroteo Arango Arámbula, conocido por su seudónimo Pancho Villa, el último gran caudillo mexicano cuyas acciones perduran en el imaginario colectivo como símbolo de resistencia y justicia social. Villa y sus seguidores se apoderaban de las tierras de los hacendados y las redistribuían entre los campesinos y soldados. Se apoderaba de trenes y, como otros generales revolucionarios, imprimía dinero fiduciario para financiar su causa.
Villa se convirtió en objeto de la ira de Estados Unidos cuando decidió vengarse del gobierno de Woodrow Wilson por reconocer como presidente mexicano a Venustiano Carranza. Entre sus más infames actos está el ataque en Columbus, Nuevo México en 1916. El amedrentamiento llevó a que el General John J. Pershing tratara incansablemente de capturar a Villa. Durante 11 meses llevó a cabo una expedición punitiva, donde 10.000 soldados recorrieron los desiertos del estado de Chihuahua en búsqueda del caudillo. Pershing logró dispersar a las fuerzas mexicanas que habían atacado a Columbus, pero el general desapareció en el extenso territorio mexicano burlando a sus perseguidores. Como canta el corrido a Mi General Pancho Villa del escritor Miguel Ángel Menéndez:
En Columbus quema y pilla
Pershing lo viene a buscar
el Tigre se vuelve ardilla
y no lo puede encontrar...
Mi general Pancho Villa, le venimos a cantar.
Seguramente mi bisabuelo no estaba consciente del calibre de personaje con el que estaba lidiando cuando siendo soldado del ejército estatal fue capturado por El Centauro del Norte en una batalla de la revolución. ¿Qué iba a saber un adolescente europeo de personajes revolucionarios latinoamericanos?
Existen dos versiones de lo que sucedió después. La primera dice que, luego del enfrentamiento, habiendo salido victoriosas las fuerzas revolucionarias, Vaclav se escondió hábilmente debajo de un puente para resguardarse. Ahí esperaría a que cayera la noche para escapar sigilosamente del campo de batalla. Así se escabulló hacia el sur, llegando a Guatemala.
La segunda versión, a pesar de tener la misma resolución, es un poco más impredecible y fantástica.
Cuando los villistas hacían el recuento de las bajas, Vaclav fue capturado cuando se escondía bajo el puente. Fue obligado a enlistarse con los soldados que hasta hacía momentos eran los que estaba tratando de matar. Se dice que Villa interrogó a mi bisabuelo poco después de que se enfilara en sus tropas revolucionarias. Le preguntó al joven rubio y de tez blanca que qué podía estar haciendo por este lado del mundo un güero como él. A lo que mi bisabuelo contestó francamente: escapando de la miseria de la Gran Guerra.
A pesar de parecerle una respuesta sensata, Villa le preguntó a mi bisabuelo acerca sus aptitudes profesionales, para ver si no era enviado al paredón de fusilamiento. En el poco español que hablaba, Vaclav le dijo que era sastre, a lo que el caudillo le pidió que confeccionara un traje para él para comprobar la veracidad de su respuesta. Y mi abuelo así lo hizo.
La prueba irrefutable de esto hecho, dicen sus hijos, quedó grabada en la siguiente fotografía de Agustín Víctor Casasola, apodada “Villa se sienta en la Silla Presidencial”, del 6 de diciembre de 1914. Aparece Vaclav atrás de otro gran caudillo, Emiliano Zapata, quien lleva un sombrero en su regazo. El muchacho resalta como un lunar canche entre los soldados morenos de la revolución. Se le puede identificar porque su cara la adorna una sonrisa infantil y lleva los ojos cerrados, como complacido de seguir vivo.
Sus nuevos camaradas lo bautizaron con el nombre de guerra Fortunato Contreras, su nombre un apropiado amuleto de la suerte de seguir vivo. Así, mi bisabuelo se incorporó en el ejército nómada de Pancho Villa.
Me gustaría pensar que mi bisabuelo tuvo conversaciones con Pancho Villa. ¿Qué tendrán en común un caudillo mexicano y un joven checoslovaco, aparte de su condición de soldados? ¿Tal vez compartían una afición por el tabaco y el alcohol? Digo pues, los hombres de mi familia, lastimosamente, hemos sido hedonistas que disfrutan de los vicios terrenales con poca moderación. ¿Tal vez intercambiaron sus perspectivas sobre la contemplativa soledad del campo y la rápida transformación de la ciudad industrial moderna? Bueno, eso tal vez ya es un poco exagerado, teniendo en cuenta que mi bisabuelo habrá tenido menos de 18 años cuando todo esto sucedió. Y dudo que mi abuelo hablase un español conversacional o coloquial para ese entonces.
Las escaramuzas en México siguieron. La Revolución finalizó oficialmente en 1917, aunque la violencia política continuó hasta 1924. La tradición oral familiar cuenta que Vaclav desertó las fuerzas revolucionarias de Villa para escaparse a Guatemala por tierra vía Tenostique. Se dirigió al pueblo de Flores, en Petén, aquel recóndito departamento en el norte de Guatemala cuyo misticismo por haber sido el entorno de la civilización maya sólo es superado por su aislamiento político y geográfico al estar en el centro de la selva virgen del extremo septentrional del país.
Mi bisabuelo comenzó su vida en Guatemala en un poblado remoto, en medio de un océano verde, sin un peso en la bolsa.
Al llegar a Flores, Vaclav se dedicó inicialmente a la sastrería, negocio que nunca sería lucrativo. Pero lo que lo hizo establecerse en la pequeña localidad de Chaltunhá (hoy conocido como el lago Petén Itzá) fue su tienda, La Barata. Ofrecía lo que cualquier abarrotería barrial: azúcar, arroz, aceite, alhajas, alcohol. Para ese entonces, los lugareños ya lo habían apodado con su patronímico: el Checo. Cerca de La Barata construyó su casa de dos niveles; de madera, con techo de zinc, a orillas del lago.
Con frecuencia iba a la vecina colonia de Honduras Británica, conocida hoy como Belice, a recoger mercadería para La Barata. Entre las adquisiciones más exitosas hubo una tostadora de café. Se abasteció de ese grano y el aroma que desprendía al ser molido atrajo varios clientes de los poblados próximos que emergían en el Petén.
Al acumular suficiente dinero, se propuso regresar a su país natal con el objetivo primordial de encontrar una paisana checa que se atreviera a cruzar el Atlántico para instalarse con él en medio de la selva tropical. Previo a zarpar a Checoslovaquia, se comunicó con sus amistades y parientes para indagar sobre la posibilidad de encontrar “una paisana.”
Efectivamente, respondieron en una carta los otros familiares checoslovacos. Había una adolescente huérfana de Chinieves de apellido Živnůstkova viviendo con sus tías, la única familia que le quedaba.
Se llamaba Helena, una joven campesina que no estaba en capacidad para tomar una decisión de esa índole. Se concretó un matrimonio por inercia, luego de que el Checo le ofreciera bonanza y plenitud en medio de la selva si contraían nupcias. Le ofreció sirvientes, vajilla de plata, todo lo necesario para convencer a alguien a aventurarse a lo incierto sin ninguna garantía de éxito o satisfacción.
Su regreso desde Europa fue por barco; un trayecto marítimo de 30 días. Pasaron por Cuba, donde fueron sometidos a una cuarentena para determinar que no tenían la pandemia de influenza de 1918, antes de poder continuar hacia Belice, donde comenzaría una etapa aún más arriesgada: en mula hasta Flores, Petén. Pernoctar en champas, dormir en hamacas, escuchar el rugido de los tigres y monos aulladores, aguantar el frío de noche cuando dormían a la intemperie en la montaña. Todo lo hizo Helena estando embarazada, comiendo tortilla y frijol.
Luego de la odisea transatlántica y el exhaustivo trayecto por la selva petenera, la pareja de recién casados pudo instalarse en su casa en medio del incesante canto grave y monótono con que las palomas y las tórtolas cortejan a sus parejas. Con un amplio jardín que se prestaba para la crianza de gansos, mis bisabuelos comenzaron una familia.
“Bebés ancla”
Los cuatros hijos de Vaclav y Helena nacieron en Guatemala; ellos constituyen la camada original de guatemalchecos. Todos nacieron en Flores y estudiaron en escuelas públicas del lugar. Jorge, el mayor, viajó a Estados Unidos desde temprana edad. Completó un curso de aviación y se convirtió en piloto de la Fuerza Aérea de aquel país. Transportaba cargamento y personal durante la Guerra de Corea. Llegó a formar parte de una cohorte de militares que la NASA entrenaría para su programa espacial, pero finalmente se dedicaría a volar aviones comerciales. Tuvo tres hijos con una chicana de McAllen, Texas. Sus descendientes viven en Dallas. Margarita, la segunda, seguiría un camino similar al de Jorge, aunque ella se distanciaría de la familia, encontrando su nicho en Nueva Orleans. Allá, Margarita manejaría una pequeña pensión para visitantes del Barrio Francés, además de llevar la batuta en una imprenta independiente. La tercera hija fue Reneé, que se convertiría en una aeromoza de PanAmerican. Agraciada por los genes recesivos a los que Pancho Villa hizo referencia (el pelo rubio y los ojos azules), Reneé, conocida como Panchita, le dio la vuelta al mundo. Hoy vive en la Ciudad de Guatemala, una octogenaria políglota que compartió conmigo las fotografías de sus padres en Petén.
Mi abuelo Vaclav nació de último. Elena, su madre, había padecido de paludismo durante el embarazo. Fue tratada con quinina, lo que causó que su hijo naciera de 14 libras (6 kilogramos). El parto fue natural.
La infancia de mi abuelo me es poco conocida. Lo que sí sé es que a temprana edad mostró interés por la agricultura y la naturaleza. Fue inscrito en la Escuela Nacional de Agricultura (ENCA). Ahí pasó gran parte de su adolescencia y conoció a varias de sus amistades, que aún le recuerdan.
A sus 16 años conoció a Maritza, quien poco después quedaría embarazada con su primera hija. Sin embargo, y dado que el abuelo tenía que viajar para trabajar, esa relación nunca se concretó. Con su hija siempre mantuvo una relación cercana.
Dada su formación académica, trabajó para varias empresas agrarias, una de las cuales tenía grandes plantaciones de trigo en el occidente. En dado momento, fue enviado a supervisar una de las siegas a Quetzaltenango, donde conoció a mi abuela. Mi abuela estaba a dos meses de contraer matrimonio, y lo dejó todo por él.
La vida de mi abuelo está marcada tanto por el nacimiento de sus hijas, como por sus infartos. El primero lo sufrió porque le robaron dinero. El segundo porque le robaron tierra. Y el tercero porque le robaron tiempo. Sobrevivió los tres ataques, pero quedó débil y finalmente sus pulmones dejaron de funcionar cuando yo tenía 6 años.
Mis recuerdos de él son escasos pero vívidos. Recuerdo que se rasuraba de madrugada todos los días. El único baño de la casa lo compartimos entre cuatro, entonces el abuelo siempre tenía el primer turno para usar los aseos. Generalmente dejaba enjuague bucal en el lavamanos. Los domingos hacía panqueques, escribiendo con la mezcla sobre la plancha para deletrear mi nombre (su nombre y el de su papá). Con ansias me iba a la cama los sábados, sabiendo que el desayuno dominical era personalizado. Era muy de frijoles volteados y plátanos fritos; le echaba chile a todo. Yo sigo haciendo lo mismo.
Recuerdo también que le gustaba ver documentales de historia por las noches, especialmente de la segunda guerra mundial, en su sillón reclinable de tela gris. Escuchaba con atención a los narradores que usaban mapas y material audiovisual de la época para explicar la estrategia militar que las ofensivas aliadas tenían. Su fascinación era contagiosa. El comentario que realizaba mi abuelo del material audiovisual era conciso. “Esos alemanes se los llevó la chingada por invadir Checoslovaquia”, decía en alusión a la anexión del Sudetenland de marzo de 1939. “Qué salvada se habrá pegado mi papá por haberse venido antes”. Yo no entendía nada, pero disfrutaba de sus soliloquios sin entender ni el contexto ni las palabras que declamaba a las imágenes en blanco y negro.
Era el macabro espectáculo de la guerra y las reacciones de mi abuelo que me mantenían entretenido antes de mi hora de dormir. Supongo que por eso las camionetas de la Calzada Roosevelt y sus restaurantes mexicanos con música en vivo, abiertos hasta la madrugada, eran un adecuado arrullo nocturno.
Mi abuelo Vaclav murió luego de su tercer ataque cardiaco. Tenía 63 años; bastante joven. La tradición oral familiar dice que fumó desde los 9 años. Sólo paró de fumar, por imposición de mi madre y mi abuela, cuando yo me volví el ruidoso inquilino de su casa.
Recuerdo una mañana de enero cuando lo traté de despertar. Ese lunes no escuché su máquina de rasurar de madrugada. Recuerdo que no se despertó. Recuerdo el luto; mi abuela vistió de negro por treinta días.
La casa de siempre
Al mudarse de regreso a la capital, mis abuelos se instalaron en la Zona 7 en una casa de tres cuartos en un redondel. La colonia se llama Utatlán, cuya etimología radica en la traducción al náhuatl Gumarcaaj, nombre de la antigua capital del reino maya k’iche’. Hoy, Gumarcaaj es un sitio arqueológico que fue declarado Monumento Nacional Prehispánico en Guatemala. Se encuentra rodeado de barrancos y emplazamientos que hace que su topografía se asemeje a la de una península.
Utatlán es entonces la vulgar hispanización del nombre de aquella histórica urbe donde llegó Pedro de Alvarado en 1524. Apoyado de los tlaxcaltecas y de los mexicas, el conquistador español quemó la ciudad y a sus habitantes. Luego de la masacre, Pedro de Alvarado se convertiría en gobernador de Guatemala. Ostentando el título de Capitán General, de Alvarado adquirió el control de las cinco provincias de aquella entidad colonial española la cual abarcaba el territorio mesoamericano, desde Chiapas hasta Costa Rica. A pesar de supuestamente contar con la protección que otorga el título de Monumento, el histórico parque nacional de Gumarcaaj se encuentra deteriorado. En repetidas ocasiones ha sido saqueado por contrabandistas y sus alrededores ahora son utilizados para actividades agrícolas. La ironía final es que jamás he ido a Gumarcaaj. No es un sitio arqueológico tan popular.
En cambio, la Colonia Utatlán en la Zona 7 está en una de las áreas comerciales más concurridas de la Ciudad de Guatemala. Rodeado de heladerías, moteles, pinchazos, tortillerías Los Tres Tiempos, iglesias evangélicas, parroquias católicas y toda la gama de restaurantes de comida rápida que existe en el mercado, la Zona 7 es vibrante. Es una amalgama de economía llamada “informal” que se alinean en las aceras con populares ventas de comida. Todo esto, combinado con la excesiva contaminación visual de vallas publicitarias, y el monóxido de carbono que emana de los millones de vehículos que a diario pasan por la Calzada Roosevelt, la cinta asfáltica más transitada de América Central.
Ahora la colonia Utatlán de la Zona 7 es el epicentro de la comunidad coreana en la Ciudad de Guatemala, por lo que las tortillerías ahora colindan con centros de acupuntura y barbacoas que ofrecen soju y bibimbap.
Siempre me causó gracia la neutralidad y hasta la sutil negatividad que connota la calle en que quedaba mi casa: la 0 Calle “B”. Una casita acurrucada al fondo de un redondel en una calle sin número y que, además, era secundaria. La “B” por bueno, bonito, barato, habrán dicho mis abuelos, dueños de la casa donde crecí.
Mis tres tías y mi madre fueron criadas en la misma casa donde yo crecí. Mientras los estudiantes se organizaban para protestar fraudes electorales a lo largo de Latinoamérica, los gringos alunizaban, la guerra en Vietnam rugía bajo el auspicio de JFK, el Che en Cuba y Bolivia, la descolonización en África, las tres se casaron: dos con doctores y una con un cardamomero. Somos 12 primos, contando los del primer matrimonio de mi abuelo.
Mi mamá fue la única que no se casó; madre soltera con hijo único. Me bautizaron con el nombre de su padre, y probablemente el padre de su padre (estoy seguro de que mi bisabuelo también se llamaba así, aunque no lo puedo confirmar con certeza). Seré entonces Vaclav Masek V, aunque el numeral se me antoje anticuado.
Durante este tiempo mi abuelo estableció un negocio sostenible avícola, aunque en ese momento no se había acuñado ese término. Montó galeras que llenó de gallinas ponedoras y mantuvo la familia con huevos. Además, en su propio laboratorio en la misma granja, producía sus concentrados y demás insumos, que también vendía a las granjas vecinas.
Mes a mes se organizaban juntas en la embajada de la República Checa, donde representantes de las escasas familias checas en Guatemala (seis en total, hasta donde yo sé) se juntaban a ver videos promocionando el turismo del país natal, y a socializar tomando Jélinek y Becherovka.
Eran de las pocas reuniones donde el nombre familiar era recibido con gusto y no sospecha.
Los que quedamos
Vaclav IV sería Paul, primo más grande y el mayor de la cuarta generación. Paul nació durante un toque de queda del general Efraín Ríos Montt, aquel sanguinario militar cuyo fanatismo religioso fue transmitido por cadena nacional todos los domingos durante 17 meses entre 1982 y 1983. La espiral de violencia en Guatemala llegó a niveles inimaginables. Ríos Montt había llegado al poder por medio de un golpe de estado en una junta militar comandada por su persona. Solamente durante los primeros ocho meses de su mandato se registraron 10 masacres cada mes.
Paul me contó que su madre, quien también era la mayor de las cuatro hermanas, lo tuvo cuando tenía 18 años. Durante el parto mi abuelo le cubría la boca con la mano para que sus gritos no alertaran a la policía que patrullaba la calle aledaña al Sanatorio. A él le pusieron Vaclav como segundo nombre.
La tercera generación de mi familia entonces comenzó durante el punto más álgido de un conflicto armado cuyas heridas no terminan de cerrar. Todavía me cuesta creer que a mi familia no le pasó nada durante estos 36 años de guerra civil. El tema siempre ha sido tabú por que su temática se torna mórbida rápidamente. Supresión de derechos civiles, arrestos aleatorios y ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, secuestros, torturas. Ríos Montt murió sin enfrentar una condena por sus atroces actos en 2018; el 1 de abril, el día de mi cumpleaños.
Yo, en cambio, nací un viernes santo al mediodía. Guatemala es un país fervorosamente católico, por lo que las calles estaban desiertas, los comercios cerrados y el hospital vacío. Mi incubadora era la única encendida en la sala de maternidad, el eco de mi agudo llanto como banda sonora en el sanatorio Cedros de Líbano. Ya la guerra había disminuido en intensidad, pero faltarían dos años más para que la paz fuese firmada en el país.
En tiempos de tanta incertidumbre, donde las crisis existenciales se vuelven parte de nuestra cotidianidad, puede pasarse de indulgente el pensar si un nombre puede tener tanta relevancia en la vida de alguien. Pero al repasar los altibajos de mis ancestros y las memorias que resurgen, un nombre propio puede identificar categoría de cosas, como el sacrificio que hacen los padres por satisfacer las necesidades básicas de sus hijos; o un solo referente dentro de un contexto determinado, como la diáspora checa en Guatemala. Para mí, Vaclav es todo eso.
Me pregunto si hay historias que mi familia mejor no me ha contado por mi propio bien. Me pregunto si mi bisabuelo dejó de contarnos historias de su tiempo como soldado, rehén, nómada, sastre, esposo, padre, abuelo. Al final, nuestra identidad se nutre de igual forma de lo que sabemos y de lo que desconocemos de nuestros ancestros. ¿Qué historias mías decidiré evitar en el manual para el Vaclav del futuro?
Vaclav Masek es un sociólogo en formación en USC. Lleva siete años radicado fuera pero siempre vuelve a casa en Guatemala.