Gloria y ocaso de Campitos: Un humorista colombiano olvidado
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Hacia el final de su vida, Carlos Emilio Campos, pasaba sus días en un pequeño apartamento de Queens, Nueva York. Esta estrechez contrastaba con alguien como Campos quien, durante décadas, había llenado teatros por toda Colombia. Las comedias de “Campitos”, como se le conocía en el mundo artístico, sobre políticos e intelectuales habían agotado entradas a lo largo y ancho del país.
Pero tras la popularidad de la radio, la televisión y el cine, los colombianos dejaron de interesarse por los géneros más humorísticos de las tablas, géneros en los que se había especializado “Campitos”. Y este prolífico dramaturgo y empresario del espectáculo terminó exiliado en Estados Unidos, no por la violencia política de su país ni por la censura contra su arte, sino por el olvido.
Los colombianos no sólo se habían olvidado de uno de sus intérpretes más famosos, en su húmedo basement neoyorquino, precariamente acondicionado como vivienda, también permanecían olvidados algunos de los géneros teatrales más populares del país de la primera mitad del siglo XX. Y aunque “Campitos” terminaría repatriado, su fama nunca volvería a alcanzar la llama que tuvo en su juventud.
Los primeros años de Campos
Carlos Emilio Campos Torres nació en 1906 en Chaparral, Tolima, un pueblo en el centro de Colombia, en un hogar humilde y católico y de niño soñaba con ser ingeniero, según recuerda Carlos Emilio Campos Prignone, el menor de sus hijos.
Cuenta Carlos Emilio que ocho días después del nacimiento de su padre, su abuela Carlina Torres falleció de repente y su abuelo, Emilio Campos, que no podía cuidarlo pues se desempeñaba como administrador de fincas, le encomendó el cuidado de su pequeño hijo a Eva e Isabelita Campos, sus tías “alegres y beatas”. Luego de enseñarle sus primeras letras, sus tías lo enviaron al municipio de Girardot (Departamento de Cundinamarca) al internado Efrasio Páramo para que cursara la escuela primaria. Allí se haría amigo de Darío Echandía, un coterráneo suyo que años después se convertiría en Presidente de la República.
Según reseña el periodista Alberto Yepes en el artículo titulado: “El sainete político ha hecho a Campitos”, publicado en la Revista Cromos el 23 de mayo de 1960, de Girardot, Campos Torres fue trasladado al municipio de Facatativá para iniciar sus estudios secundarios en el colegio Antonio Ramírez, estudios que culminó en la Escuela Normal de Institutores de los Hermanos Cristianos en Bogotá, capital de Colombia.
“Poco a poco me iba acercando a Bogotá… me iban civilizando de por dosis”, declaró Campos en aquella entrevista.
En Bogotá, empezó la carrera de ingeniería en el Instituto Técnico Central, pero una grave lesión que sufrió en la pierna derecha durante un partido de fútbol (cuando ingresaba al campo de juego, un disco lanzado por un deportista al otro lado de la pista lo impactó accidentalmente y le fracturó la extremidad en varias partes) lo marginó de las canchas por dos años y le dificultó continuar con los estudios, que eventualmente abandonó.
Con su sueño profesional truncado, Campos apeló a su otra afición: las letras y la literatura. Gracias a su relación personal con el propietario, entró a trabajar como cronista judicial del Diario Nacional, del político y periodista Enrique Olaya Herrera, quien en 1930 se convertiría en Presidente de la República. Trabajó allí hasta 1924 y, según reseña Yepes en su artículo, se ganaba 12 pesos.
Desde aquella época empezaron a hacerse famosas las veladas literarias que lideraba en los cafés del centro de Bogotá con políticos y periodistas. En estas sesiones, que muchas veces se prolongaban hasta el amanecer, el joven Carlos Emilio hacía gala de su amor por la poesía, la literatura y el arte. Ya de niño Campos leía con fruición los clásicos universales: a Alejandro Dumas, a Julio Verne, a Víctor Hugo, a Shakespeare, a Zorrilla, a Calderón de la Barca, y era además fanático consumado de Flaubert, Baudelaire, Paul Verlaine, León De Greiff (que además era su amigo personal), Rafael Alberti, Federico García Lorca, Rubén Darío y Porfirio Barba Jacob, cuyos versos recitaba de memoria, en español y en francés.
Y gracias a las conexiones hechas en esas tertulias, Campos consiguió empleo como cajero en el Banco de Colombia de Girardot, que por la época era gerenciado por Ernesto Michelsen. Allí también trabajaban Fernando Mazuera (famoso político y urbanizador que fue Alcalde de Bogotá en cuatro ocasiones), Jorge Zalamea (escritor y periodista), Carlos Villaveces (político).
Del Banco de Colombia, Campos se trasladó al Banco Royal en la ciudad de Bogotá, donde se desempeñó como cajero auxiliar. Su paso por los bancos le permitió posteriormente desempeñarse como contador en el barco “Canal del Dique” hasta 1929 cuando, según señala el artículo de Cromos, se terminó la navegación a vapor por el alto Magdalena.
Al volver a tierra firme, Campos consiguió empleo como conferenciante del movimiento político de su amigo, el presidenciable Enrique Olaya Herrera, labor con la que recorrió el país haciendo proselitismo, vendiendo escudos con el rostro del candidato para sufragar sus gastos y hasta apareció en una película de la campaña hecha por los hermanos Acevedo, pioneros de la cinematografía en Colombia.
Luego de la exitosa campaña en la que Olaya Herrera resultó elegido, Campos Torres regresó a su pueblo y a sus cuentas. Mientras trabajaba en la trilladora de don Andrés Rocha empezó a coquetear con el humor y publicó una serie de sonetos satíricos en el periódico local La Mañana, según reseña Leovigildo Bernal Andrade en su libro Chaparral, una ciudad con historia.
De las cuentas saltó a la función pública, según lo cuenta Yepes. Trabajó como contador en las obras de la carretera Bogotá-Villavicencio, luego fue designado como secretario del juzgado superior del circuito de Villavicencio, Meta, a cargo del doctor Francisco Hornos. Después regresó al Chaparral para ocuparse como secretario de la asamblea del Tolima; Posteriormente fue nombrado sustanciador del magistrado Manuel Moreno Medina en Ibagué; y de Ibagué viajó a la ciudad de Cali para ser secretario de una unidad sanitaria. Finalmente ocupó la secretaría del sindicato del ferrocarril de La Dorada, Caldas, y el Cable Aéreo en Mariquita, Tolima, por dos años.
Aunque contaba con trabajos estables y bien remunerados, Campos sintió que no tenía “madera” para político y continuó viajando, buscando. “Me retiré de la política cuando vi que mi temperamento no servía para componendas”, declaró “Campitos” en una entrevista para el diario El Tiempo del 22 de marzo de 1971.
Nace “Campitos”
A finales de la década de 1930, Campos se radicó en Bogotá. Decidió probar suerte en el mundo de los negocios y montó un pequeño café en el centro de la ciudad, el café Stalingrado, que se convertiría en reconocido tertuliadero. Al poco tiempo montó un segundo establecimiento, El Trocadero. Allí retomó sus tertulias con políticos e intelectuales, en las que aprovechaba la concurrencia para darle rienda suelta a su humor rápido y sagaz y para mostrarles a sus amigos las imitaciones que hacía de los dirigentes de turno.
Esos apuntes ingeniosos, pero aterrizados, sobre política y actualidad que hacía el anfitrión, sus espontáneas imitaciones y su gracia natural, captaron la atención de influyentes personajes del teatro y la radio nacional que se contaban entre su selecta clientela.
Hernando Vega Escobar, poeta, director y dramaturgo, y Bernardo Romero Lozano, actor, director y precursor del radioteatro y la televisión en Colombia, vieron en Campos un actor en potencia. Y así, entre copas y humo de cigarrillo, convencieron a su amigo de probar suerte en el mundo del espectáculo.
“Una noche del año 1942, estando en mi negocio, el Café Stalingrado, Hernando Vega Escobar y Bernardo Romero Lozano, despertaron mi adormecida dolencia teatral con halagüeñas perspectivas de triunfos artísticos, llevándome a formar parte del Grupo Escénico de la Radiodifusora Nacional”, escribió Campos en un texto autobiográfico que nunca fue publicado, titulado Mi nacimiento en el teatro.
La primera parada de Campos fue en la Radiodifusora Nacional que, en esa época y de la mano del director Rafael Guizado, le apostaba a la difusión de la cultura y del teatro universal, por un lado, y de los nuevos autores nacionales, por el otro. Esto fue fundamental para el desarrollo artístico de Colombia, pues, según relata Diego Beltrán Esguerra en su investigación “Nacimiento del Radioteatro en Colombia años 30-50”, el país no tuvo una escuela nacional de formación escénica formal hasta la década de 1950.
Las tragedias de Esquilo y Sófocles, los cuentos de Dickens, Tagore, Saroyán, y las aventuras de Chan Li Po, el Capitán Silver y Sandokán irrumpieron en el espectro magnético colombiano en las voces de actores nacionales que, además de poner en escena estos clásicos universales, empezaron a trabajar con dramaturgos colombianos para crear historias propias y pertinentes a su realidad.
El debut de Campos se dio en 1942 con una pequeña participación en la pieza titulada La Locura de Don Mendo, bajo la dirección artística de Vega Escobar y Romero Lozano. Tras su actuación, el exburócrata Campos pasó a formar parte de la nómina de planta de la institución.
Ya vinculado de lleno al grupo escénico, Campos tuvo la oportunidad de participar en la obra de teatro radial Luna de arena, en el papel de Sabino. La obra tuvo tal éxito que fue radiodifundida en varias ocasiones y surgió la idea de llevarla a las tablas. Los preparativos para presentar la obra en el Teatro Colón iniciaron el 14 de marzo de 1942 (fecha que Carlos Emilio ubica en su corta autobiografía como su entrada “por la puerta grande” al mundo teatral). El montaje fue encomendado a Vega Escobar, quien fundó en ese mismo año la Compañía Colombiana de Dramas y Comedias Vega de Vásquez para tal propósito.
La obra tuvo tanta acogida que obligó a montar una temporada completa con gira nacional y varias obras más, donde Campos dejó ver su descollante talento como actor de género. Sin embargo, Robert Allaz, diplomático suizo, precursor de la cultura y el teatro, convenció a Campos de que el desparpajo y el talento para imitar políticos que exhibía en las tertulias y en las conversaciones informales deberían llevarse a los escenarios, y lo invitó a hacer parte de su compañía de revistas musicales.
“Bajo la dirección de Vega Escobar y de Guizado en el teatro, al igual que con Romero Lozano en la radio, se fueron aquilatando mis modalidades de actor y creo no haberlos defraudado en la fe y la esperanza que depositaron en mi temperamento y en mis condiciones. Pero tengo la firme convicción de que ellos no se imaginaron nunca ver al actor dramático que modelaron con tanto esmero y paciencia, convertido de la noche a la mañana en un actor cómico, y por añadidura, humorista. La culpa la tiene un caballero suizo que una noche llegó a mi camerino del Teatro Colón a tentarme, como Satanás a Jesús en el desierto, con una halagadora propuesta, ante la cual cometí la travesura de rendirme, olvidando el ejemplo del Maestro”, escribió Campos en su autobiografía teatral inédita.
En la compañía del suizo, Carlos Emilio se convirtió en maestro de ceremonia y animador de obras de un género teatral conocido como “revista musical”. Allí, al inicio del espectáculo y en los intermedios, Campos cuenta chistes y hace imitaciones de personajes públicos.
La revista musical, hija ilegítima y heredera del vaudeville francés y el teatro cabaret, género ampliamente cultivado en México, Cuba y Argentina, empezaba a imponerse en Colombia como opción para el entretenimiento de las masas gracias a que fusionaba la actuación escénica con la interpretación musical, la danza y espectáculos de variados formatos como la magia, la prestidigitación, la imitación de personajes públicos y cuadros de sátira política.
Ensueño Tropical fue la primera revista musical que alcanzó el éxito y la popularidad necesaria para consolidar el nuevo género en Colombia. En este formato, Campos tuvo la oportunidad de presentar sus elaboradas imitaciones y de darle rienda suelta a su humor y desparpajo, con lo que captó la atención del público y de la prensa nacional, que no tardó en etiquetarlo como el único actor de Colombia que remedaba a presidentes y poderosos sin pudor y con el más impecable histrionismo.
Así describió su rebautizo artístico el propio Campos en su autobiografía teatral: “Los periodistas amigos me bautizaron ‘Campitos’, y fue así, como un día cualquiera, ‘Campitos’, el cómico, asesinó a Carlos Emilio Campos, el actor de carácter. Tremenda transformación y horrible crimen para quien en su ego interior lleva un Quijote con más temperamento para el drama que para la farsa”.
El arte de imitar
“Campitos” tenía una apariencia corriente a primera vista, sin rasgos fuertes o particulares que lo dotaran de una presencia escénica nata como a los galanes. Medía 1,70 y tenía una cabeza ovalada, una cara redonda y pelo escaso.
Pero su presencia escénica radicaba en su capacidad expresiva facial única que le permitía adoptar los gestos y ademanes de cualquier persona que se propusiera. Esta capacidad se extendía al resto de su cuerpo, transformando su postura, su manera de caminar, de sentarse, de moverse.
El primer personaje que imitó en las tablas fue al presidente Alfonso López Pumarejo (que gobernó de 1934 a 1938 y de 1942 a 1945), a quién estudió durante meses. Fue este personaje el que le otorgó a “Campitos” el reconocimiento del público en los inicios de su carrera como cómico y parodista. Después desfilarían por su repertorio los dirigentes más importantes e influyentes de la política colombiana y latinoamericana de mediados del siglo XX.
“Yo imitaba personajes políticos de la época. Ellos lejos de disgustarse se reían y estas imitaciones fueron de un sorprendente éxito. Con ellas me hice popular”, comentó “Campitos” en entrevista para el diario El Tiempo del 22 de marzo de 1971. El ahora famoso actor aprovechaba las invitaciones a cenas y cocteles para educarse y ver más allá de los trajes finos de los ricos y poderosos; estudió cuidadosamente sus movimientos, sus modos, sus gestos, su forma de pensar y fue gracias a esta facilidad para imitar y remedar políticos que ganó el favor del público.
Su habilidad de imitador era loada en la prensa y por la audiencia. Tan es así que el periodista Humberto Diez, en un artículo publicado en el diario El Tiempo el 1 de octubre de 1983, cuenta que durante alguna de sus funciones, el imitado de turno (un presidente, no menciona cuál) entró al teatro de incógnito para presenciar una obra de “Campitos”. La emoción que despertó en el imitado el verse emulado de manera tan magistral en el escenario hizo que rompiera en aplausos y en “vivas” para el comediante. El episodio, según cuenta Diez, terminó en que el presidente, ya descubierto, fue sacado del teatro en hombros junto con “Campitos”.
Además de su capacidad histriónica, el éxito de “Campitos” se complementó por su cercanía con el pueblo, según recuerda Carlos Campos Prigione, el menor de sus hijos, para quien su padre no era el personaje que entrevistaban en los periódicos, el empresario influyente, sino un hombre sencillo que entendía las frustraciones y las necesidades de la clase popular, del ciudadano promedio, y que de la misma forma se hacía entender porque hablaba su mismo lenguaje, le preocupaban las mismas cosas, tenía las mismas inquietudes.
Gracias a esto, y a pesar de nunca haber contado con una educación formal en las artes escénicas, se convirtió en el creador de más 25 piezas teatrales, entre comedias, revistas musicales, farsas, parodias y sátiras políticas.
Para curtidos investigadores del quehacer teatral en Colombia como Marina Lamus Obregón y Fernando González Cajíao, el mayor mérito que le puede atribuir la historia a “Campitos”, es su aporte esencial en la consolidación del ‘teatro comercial’ de mediados del siglo XX en Colombia, género de gran importancia en la tradición dramatúrgica y escénica del país por dos razones fundamentales. La primera, que llevó a las tablas personajes y situaciones de la cotidianidad nacional, del devenir diario de los habitantes, temáticas y expresiones del “pueblo”. La segunda, que consolidó una audiencia y sembró en los ciudadanos del común la costumbre de asistir a espectáculos teatrales.
“Campitos”, “en su tremenda modestia, llegó a decirme un día en su departamento de Nueva York que su único mérito había sido el haberle enseñado al pueblo colombiano a pagar una entrada para ver un espectáculo nacional, pues en verdad era el único artista colombiano que, por aquellas épocas, llenaba teatros una y otra vez”, comentó en entrevista Campos Prigione.
Campos le ofrecía al público, a través de fórmulas cómicas y teatrales simples, libres de esnobismos y de pretensiones universalistas, la oportunidad de reír con su propia tragedia, con su tragedia cotidiana. Y ahí radica su importancia como personaje público y como hombre de teatro; que su empeño se enfocó en la visibilización de las problemáticas cotidianas de los ciudadanos de a pie, de los provincianos que llegaban a un ambiente urbano distante y hostil y para ello utilizó un lenguaje claro y directo.
En las obras de “Campitos”, por primera vez, se llevaron a los escenarios teatrales a personajes arquetípicos de la cotidianidad nacional: el zapatero chismoso, la coqueta de la cuadra, el bobo del pueblo, personajes que no tenían cabida en las representaciones artísticas y teatrales tradicionales.
“Campitos” dedicó sus esfuerzos a ese “teatro comercial” que fusionaba formas estéticas y narrativas del teatro tradicional español como la farsa, el sainete, y la comedia de situación, con las revistas musicales, el carnaval, la magia, la danza y otras expresiones populares. Títulos como Romeo Neira y Julieta Valderrama, Don Juan Tenorio Jarami...yo, El Barbero de Sevilla...Valle, Los tres mosqueteros, Cristóbal Colón en la facultad de medicina, entre otros, son parodias de los clásicos del teatro universal en las que “Campitos” intercalaba los parlamentos de sus peculiares adaptaciones con comentarios y apuntes sobre la situación política de su época.
Y es que el de “Campitos” era un teatro de alta improvisación, inmediatista, repentino. Era un teatro sin pretensiones, pero lleno elementos no teatrales a los que el autor atribuía un papel central dentro de los montajes, pues los concebía como elementos estéticos que cautivaban y capturaban al incipiente público popular que buscaba entretenerse.
Espectáculos de luces, tanques de guerra de escenografía, carros romanos tirados por vacas de utilería, helicópteros que descendían de las parrillas de luces, shows de prestidigitación y adivinación, hacían las delicias de los asistentes a sus obras, que esperaban con especial atención el famoso “fin de fiesta”, espacio al final de la función donde todos los actores de la compañía, junto con la orquesta y grupos invitados, salían a bailar y cantar libremente y donde “Campitos” hacía sus famosos sketches de parodias e imitaciones de los políticos de turno.
Justamente, la crítica política que deslizaba en medio de los actos era el atractivo principal de las obras de “Campitos”. Las imitaciones que hacía de los políticos y sus apuntes sarcásticos sobre la convulsa situación política del país posicionaron a Campos como uno de los pioneros del humor político. Al mismo tiempo que les ofrecía opciones de entretenimiento a las clases medias y bajas del país, derrochaba una aguda y concienzuda crítica contra el establecimiento político. Con su espectáculo, entre chiste y farsa, ponía sobre el tapete temas que eran vedados o censurables y con apuntes e imitaciones resaltaba los vicios del poder de los gobernantes, las corruptelas y delimitaba el panorama político diciendo lo que todos sabían, pero nadie se atrevía a decir.
Any
Un año después de haber incursionado en el género de la revista musical, “Campitos” decidió convertirse en su propio jefe. Convocó a actores y amigos y formó, en 1945, la Compañía Nacional de Revistas Musicales, o Compañía de Revistas Musicales Campitos, con la que recorrió el país.
Recorriendo el país con su compañía, Campos cruzó su destino con el de Ángela Prigione, “Any”, bailarina argentina integrante del trío AN RO YE que, para mediados de los cuarenta, ya gozaba de fama y reconocimiento internacional. Tras una gira por los Estados Unidos. y Centroamérica, el trío se alojó en un hotel de Bogotá mientras esperaban la confirmación de un contrato en Venezuela. Estando allí recibieron una llamada de un tal Carlos Emilio Campos, que quería sumarlos a su compañía.
Sin embargo, el director del grupo no estuvo de acuerdo con presentarse con una compañía colombiana de comedias y mucho menos después de saber que la orquesta de “Campitos” contaba con menos de 10 músicos, nada que ver con las bandas de 30 o 40 integrantes a las que estaban acostumbrados. Ante la insistencia del dramaturgo, el director del grupo pidió una suma exagerada por sus servicios con la intención de que este desistiera de su empeño. Sorpresivamente, “Campitos” convino con la suma y los argentinos, a regañadientes, se sumaron a la compañía. A pesar del comienzo poco prometedor, la colaboración entre ambas compañías duraría 16 años.
Víctima de amor a primera vista, Any se casó con “Campitos” en 1948, en Venezuela. A los dos años nació Carlos Emilio, el primer y único hijo de la pareja y el cuarto de Campos, pues ya tenía 3 hijos de su primer matrimonio (se había casado muy joven en el Tolima, y para ese momento ya llevaba algo más de 15 años de haberse separado de su primera esposa, según recuerda Campos Prigione).
A partir de aquel momento, “Campitos” y Any se volvieron inseparables, compañeros de trabajo por más de 25 años y compañeros de vida por poco más de 35.
“Campitos” y el general
En la década de los cincuenta “Campitos” comenzaría otra relación completamente diferente, pero que también definiría su vida: una con la figura del presidente Gustavo Rojas Pinilla, de quien se burló sin descanso a través de una imitación que lo imprimiría en la memoria de los colombianos de la época.
Rojas Pinilla, político y militar, comandó los destinos de Colombia entre 1953 y 1957 tras derrocar al gobierno de turno vía un golpe de estado. Rojas Pinilla trajo la televisión al país, construyó el primer aeropuerto internacional e instauró el voto femenino y su gobierno dictatorial fue visto, generalmente, con buenos ojos por los dos partidos tradicionales (el Liberal y el Conservador) como una solución a la violencia partidista de la última década que, por su crueldad e intensidad, pasó a conocerse en la historiografía colombiana simplemente como “La Violencia”.
Pero su gobierno también propició un clima de totalitarismo, censura y represión en Colombia, lo que no facilitaba el propósito de “Campitos” de burlarse del “jefe supremo”.
Quienes recuerdan a “Campitos” lo hacen principalmente por las imitaciones y las obras que le dedicó al General Rojas Pinilla, la asociación es inmediata y tienen siempre presente el indiscutible parecido físico entre burlador y burlado. La caracterización detallada que hacía el humorista creaba la ilusión entre los espectadores de estar frente al mismísimo general. También las historias que más se contaban sobre “Campitos” tuvieron que ver con el general.
En su crónica para Cromos, Yepes reseñó una anécdota que se registró durante una función de Don Próspero Baquero en Popayán.
Cuando “Campitos” salió a escena, disfrazado de Rojas Pinilla con su uniforme militar y sus insignias y condecoraciones en latón, varios policías que cuidaban la puerta del teatro se cuadraron firmes, pensando que se trataba del mismísimo presidente, y realizaron el saludo castrense con tal solemnidad que desataron las risas de los asistentes quienes con sus carcajadas hicieron caer en cuenta de su error a los agentes.
En su artículo Yepes cuenta otra anécdota. Sucedió en la ciudad de Cali, cuando “Campitos”, caracterizado del general, se disponía a subir a la luneta del escenario y esta cedió bajo su peso. El artista, colgado de una tabla, en una muestra representativa de su ingenio veloz, aprovechó el impasse para improvisar la frase: “¿Qué tan malo será mi gobierno, que me caí antes de posesionarme?”.
Además de los varios sketches ya perdidos en el tiempo que “Campitos” creó para burlarse del General, el dramaturgo se ingenió cuatro obras completas en las que parodiaba y satirizaba al dictador y a su gobierno: Mi familia presidencial, de 1953, Don Próspero Baquero, también de 1953, Los Tres Reyes Vagos (protagonizada por Malhechor, Melgar y Malgastar, en referencia a Juan Domingo Perón de Argentina, Gustavo Rojas Pinilla de Colombia y Marcos Pérez Jiménez de Venezuela), de 1959 y Marcelino vino y...Pum, de 1960.
La familia presidencial (1953), la primera de la serie, fue un éxito nacional, se presentó en todos los escenarios importantes del país, se convirtió en tema de conversación obligado en los restaurantes y cafés de la nación; un legítimo golpe de opinión que despertó la ira de los más apasionados del régimen y fue censurada, aunque no precisamente por el gobierno.
Durante el año del estreno de la obra, recuerda Jesús Rincón, cantante, gestor cultural y amigo personal de Campos Torres, la compañía de artistas de “Campitos” remontaba el río Magdalena, que atraviesa el país desde el centro hasta el norte, para presentarla. La gira llegó eventualmente a Barranquilla, principal puerto del país sobre el Atlántico y lugar de desembocadura del Magdalena. Se acomodaron en un hotel y se dispusieron a descansar para debutar al día siguiente en El Teatro Paraíso.
La ciudad estaba empapelada con los afiches de La familia presidencial y el público esperaba ansioso la llegada del comediante. Mientras “Campitos” finiquitaba los últimos detalles para la presentación del día siguiente, a la puerta del hotel llegaron mensajes anónimos que amenazaban con volar el teatro con granadas si la obra llegaba a presentarse.
Aunque “Campitos” no era de los que se amedrentaba con anónimos y amenazas, pues se había acostumbrado a que los seguidores del régimen trataran impedir sus presentaciones desde el inicio de la gira, esta vez decidió consultar a Rodrigo Carbonell, alcalde de la ciudad durante la época, ya que esta zona del país se caracterizaba por la agresividad de los seguidores del General Rojas.
El Alcalde le confirmó los rumores del temible alcance de los intolerantes y le dijo que de ninguna manera podía presentarse y poner en riesgo la vida de los 5.000 asistentes que habían agotado las boletas de la función. “Campitos” replicó que, ya con las boletas vendidas, él no le podía fallar a su público, ni a los empresarios. Por lo tanto, el Alcalde le sugirió que no cancelara la presentación, sino que cambiara la obra por una menos “polémica”.
De vuelta al hotel, “Campitos” buscaba la manera de no defraudar a su público fiel sin sacrificar su arte. Llegó cuando caía la tarde y citó a su compañía en el patio central de la casona. Les explicó la situación y les dijo que no iban a cancelar, pero que iban a cambiar la obra.
—¿Quién de ustedes sabe escribir a máquina? —preguntó “Campitos” con el tono estricto y la actitud autoritaria que lo caracterizaba cuando estaba trabajando.
La respuesta afirmativa vino de Jesús Rincón, un muchacho menudo y flaco, que no alcanzaba los 15 años y que había entrado a la compañía para cantar en el fin de fiesta.
—Siéntese que le voy a dictar una comedia —fue lo único que dijo el dramaturgo.
De 7 de la noche a 4 de la mañana, “Campitos” le dictó al joven, línea por línea, una obra completa de dos actos, con intermedio y fin de fiesta. De pie, con las manos en la cintura y el ceño fruncido, “Campitos” dictaba parlamentos, argumentos y señas técnicas al muchacho que, incansable, martillaba la máquina con sus dedos; un testigo privilegiado de la genialidad del comediante, de su manejo de la prosa, de su dramaturgia inagotable que le permitía dictar, sin ningún apoyo gráfico o escrito, acto tras acto, parlamento tras parlamento.
—No se ría que la cosa es seria, Jesús —decía el maestro cuando el joven se carcajeaba al leer lo que acaba de escribir.
—¡Y por qué no se ríe…! —le replicaba cuando el joven no sonreía con el chiste que terminaba de anotar.
Así nació Don Próspero, una obra con dos actos de humor y críticas donde el protagonista del título (Rojas Pinilla) descendía en un helicóptero de utilería sobre sus cientos de cabezas de ganado de su finca privada, satirizando la afición desmedida del General por la industria ganadera.
Pero “Campitos” no siempre se salió con la suya. Campos Prigione recuerda que mientras estaba de gira por la Costa Atlántica, en 1953, “Campitos” fue retenido por unos militares adeptos al régimen y fue sometido a interrogatorio. Por la intervención de uno de sus primos, el Almirante Torres de la fragata Gloria, fue liberado y el episodio no pasó a mayores.
Venezuela, las ollas y la cárcel
Aunque “Campitos” se había acostumbrado a recibir constantemente anónimos, insultos y amenazas, a sus empresarios les preocupaba esta situación porque los dueños de los teatros muchas veces preferían cancelar las funciones que poner en peligro su negocio. Por su parte Any, “como buena pampeana corajuda”, recuerda Campos Prigione, cargaba un revólver calibre .38 en su bolso para proteger a su esposo y a la compañía.
Tras el incidente en la Costa, el matrimonio decidió que era mejor salir del país por un tiempo, mientras se enfriaban los ánimos, así que armaron maletas y salieron para Caracas, Venezuela, con su pequeño hijo, en algún punto entre 1953 y 1954.
Allí, apelando a los contactos y al reconocimiento que había granjeado el artista durante una corta estancia en ese país en la década del cuarenta, “Campitos” montó una obra. Pero, según cuenta Yepes , mientras el artista daba declaraciones a la prensa previas al estreno, agentes seguridad de Venezuela irrumpieron en su hotel y revisaron minuciosamente sus pertenencias. En una de sus maletas encontraron una foto en la que el comediante posaba junto a Rómulo Betancourt, quien lo había recibido en las primeras giras que hizo por Venezuela y que era un opositor declarado del régimen del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez.
Supuestas relaciones peligrosas fue el cargo con el que encarcelaron al artista. Si no hubiera sido por la premura de los servicios diplomáticos colombianos que tramitaron la solución del incidente y la salida de “Campitos” de la cárcel, este hubiera consumado su intención de formar un grupo de teatro con los presos políticos opositores de Pérez Jiménez, a quien se la cobraría convirtiéndolo en uno de sus personajes de la comedia Los Tres Reyes Vagos (1959).
Tras salir de prisión, “Campitos” hizo algo de televisión, pero desistió pronto de la idea, “porque con la televisión pasa igual que en la política. Siempre son los mismos con las mismas. Y porque además solamente siento atracción por las actuaciones en las que estoy en contacto directo con el público”. Así le respondió “Campitos” a Gilma Jiménez de Niño cuando le preguntó por qué no se había pasado a la televisión al igual muchos de sus colegas, en una entrevista para El Tiempo del 22 de marzo de 1971.
Fuera de la escena artística, Campos apeló a sus dotes de comerciante y durante un tiempo se dedicó a vender ollas finas de acero inoxidable de una empresa norteamericana llamada WearEver, según cuenta Yepes.
Al principio le fue muy bien, la venta de las ollas le dio para subsistir y hasta para comprarse un carro. El mismo carro que hizo que lo encarcelaran por segunda vez en Caracas. Ocurrió cuando “Campitos” parqueó su automóvil en la Plaza de Bolívar y se fue a hacer una diligencia. Cuando volvió un policía custodiaba su carro: accidentalmente “Campitos” había puesto una moneda colombiana en el parquímetro y esto era un delito, por lo que fue a parar de nuevo a la cárcel, esta vez por estafa. De nuevo fue gracias a la gestión de su esposa que el artista recuperó la libertad.
Cuando se le acabaron los compatriotas a los que les vendía las ollas, “Campitos” se trasladó de Caracas a la ciudad de Valencia, y allí se dedicó a hacer cajitas en cartón para vender en las joyerías, según recuerda Campos Prigione, hasta que le salió un contrato radial por el cual creó Don Tufí, un programa que narraba las aventuras de un comerciante turco, patrocinado por el medicamento contra el malestar estomacal Sal de Frutas Lúa.
Un día, extrañando a su tierra y a su público, “Campitos” decidió volver. Llegó a Bogotá en 1956 y fue recibido por una comitiva de periodistas y fanáticos. Al ver que no lo habían olvidado, el comediante empezó a pensar en su regreso a las tablas, que se daría ese mismo año con El Barbero de Sevilla… Valle (en referencia al municipio colombiano de Sevilla, Valle del Cauca), pieza que fue escrita y presentada antes de la caída del General Rojas (1957). En ese período en que el aparato censor arreció su ataque, por lo que la obra no cuenta con muchos comentarios políticos. Aunque tuvo buena acogida por el público, la pieza no se comparaba con los éxitos taquilleros de antaño.
Sin embargo, el comediante no había perdido “la chispa”, como lo demostró con la gira de Los Tres Reyes Vagos, de 1959, pieza con la que reafirmó su condición de ser el humorista número uno del país y con la que se dio a conocer en todo el continente.
En 1960 estrenó Marcelino Vino y Pum (la última de la serie sobre el General Rojas Pinilla), que también logró un desempeño notable en la crítica y la taquilla. Al año siguiente montó la pieza titulada Qué hubo de la encarnación mi señora Anunciación, una crítica directa y sensata de los hechos del Frente Nacional (acuerdo al que llegaron los dos partidos políticos de Colombia para alternarse la presidencia de la República y así frenar los hechos de violencia partidista).
El Quijote del sainete en tiempos de vanguardia
Pero iniciando la década del sesenta la salud y el temple del comediante empezaron a deteriorarse. La vieja herida de su pierna que nunca sanó por completo, junto con la diabetes, forzaron al histrión, bajo prescripción médica, a bajar su ritmo frenético de presentaciones. A Qué hubo de la encarnación... (1961) le siguieron títulos como Ayúdame a encaramarme (1962), Los Hijos de Ana Arkos (1962), El Minuto de Dos (1963), y otras piezas que alcanzaron cierta figuración, pero que no lograron el éxito arrollador de antaño.
A partir de 1964 “Campitos” empezó a aminorar su actividad escénica por la ausencia de público. Los locales donde se presentaba no tenían las localidades suficientes para hacer accesible el precio de la boleta. Ese mismo año declinó a última hora un contrato para actuar en una película colombiana y partió hacia Buenos Aires, Argentina, donde fue recibido por el presidente Arturo Umberto Illia.
Cabe aclarar que aunque “Campitos” ya había hecho cine antes (en 1929 con la película de la campaña de Enrique Olaya Herrera y en 1944, cuando interpretó el papel de Pablo Morillo, el pacificador, en el perdido largometraje Antonia Santos, de Patria Films), el celuloide nunca le gustó.
En 1964 Campos hizo interminables viajes en automóvil con su esposa por Perú, Bolivia y Argentina, donde retomó la actividad radial y participó en La Hora Phillips, programa donde se presentaron estrellas de talla internacional como Pedro Vargas, Libertad Lamarque, Felipe Pirela y que tuvo gran acogida entre el público. En 1965 participó en el mismo programa pero emitido desde Bolivia y tiempo después radiodifundió historias para niños desde Lima, Perú.
Ese año regresó a Colombia y montó Llegó la Transformación. En 1969 estrenó La Feria de los Candidatos, que gozó de una asistencia numerosa y le dejó a “Campitos” un dinero que le permitió subsistir un tiempo.
En 1971 presentaría la última de sus obras en Colombia, Y después de tanta jarana, la silla fue de Pastrana, en referencia al presidente de ese entonces, Misael Pastrana (1970-1974). La obra tuvo poca acogida, lo que representó lo más parecido a un fracaso en la vida artística de “Campitos”, quien finalmente decidió cancelar su gira por falta de público.
Con la resignación a cuestas, ese año “Campitos” decidió radicarse en la ciudad de Cali, Valle del Cauca. El clima era favorable para su salud y tenía allí amigos y familiares. En octubre de 1971, se publicó el único libro que escribiría en su vida: 30 sonetos anticipados de gentes de mi Tolima, un compilado de sonetos y estampas de personajes ilustres del departamento, impreso por la Editorial Fariva y prologado por el escritor Lino Gil Jaramillo.
Para ese punto era evidente que las audiencias y las dinámicas del entretenimiento en Colombia habían empezado a cambiar. Académicos y especialistas de las artes escénicas como Fernando González Cajiao y Carlos José Reyes concuerdan en que la demolición del Teatro Municipal de Bogotá, en 1952, y poco después el Teatro Colón (los dos grandes escenarios capitalinos que no sólo tenían capacidad para albergar a muchedumbres, sino que también eran centros de la vida social y espacios de encuentro para los ciudadanos) marcarían el inicio del fin de la era del “teatro comercial”, género del que “Campitos” era pionero y máximo exponente. Con ellos, terminó también la época dorada del teatro popular al que asistía la ciudadanía en masa.
La crítica especializada que había apoyado a “Campitos” en sus inicios, que había invitado al público a llenar las salas al inicio de los cuarentas, ahora le daba las espaldas y acusaba al género comercial de haberse vuelto mediocre y complaciente. “Oswaldo Díaz Díaz en 1950, puso, sobre todo al público universitario, en contacto con las últimas tendencias del teatro universal y contribuyó así al abandono de cierto provincialismo sainetista que comenzaba a hacerse evidente; tales eran los casos de las compañías de [Luis Enrique] Osorio, de ‘Campitos’ especialmente”, escribió González Cajiao en su Historia del Teatro en Colombia (1986).
Además, la semilla del teatro experimental empezaba a germinar en Colombia con autores como Bertolt Brecht, Seki Sano, Ionesco, Arrabal, Stanislavski, Samuel Beckett, autores y tendencias vanguardistas que empezaban a ocupar los pensamientos y las obsesiones de los nuevos dramaturgos y directores nacionales.
Los nuevos medios y las nuevas tecnologías que llegaron al país en esa década también contribuirían a agravar el estado crítico del teatro comercial.
La televisión empezó a llevarse a muchos actores y directores del teatro hacia el nuevo medio que ofrecía más oportunidades y mejores sueldos, y a capturar la atención de las audiencias que quedaron deslumbradas con el nuevo aparato que les permitía entretenerse gratis y sin salir de casa.
Adicional a esto, el cine norteamericano empezaba a ganar terreno en América Latina y en Colombia. Entró en furor la denominada época dorada de Hollywood y el Star System (o “sistema de estrellas”) que era el sistema de contratación exclusiva de actores por parte de los grandes estudios cinematográficos, donde se “endiosaba” a las figuras del cine a través clubes de fans y publicaciones de farándula especializadas donde se difundían chismes de sus intimidades y sus estilos de vida suntuosos.
Esta situación impactó profundamente el negocio del entretenimiento en Colombia. Los dueños de las salas veían cómo resultaba mucho más rentable y práctico proyectar una película que venía en una lata, que presentar una obra de teatro que implicaba desplazamientos, montajes, camerinos y una serie de gastos que mermaban las ganancias.
Con el fin de los viejos teatros, terminó también la época en que el pueblo asistía en masa a los espectáculos escénicos. El nuevo teatro (de corte experimental y vanguardista) era sofisticado y exigía un nivel de cultura determinado para disfrutarlo. El teatro del absurdo tenía determinados códigos y significantes que no podían llegar al común de la población. Las audiencias migraron hacia espacios más pequeños, a salas exclusivas y el público para el arte escénico, por lo tanto, se redujo.
En las décadas sucesivas el teatro colombiano se volvió un instrumento político, un vehículo de ideas y dogmas para estudiantes y activistas y dejó de ser el entretenimiento de masas que llegó a ser en su época comercial.
En medio de estas transformaciones culturales y sociales quedó “Campitos”, el “Quijote del Sainete”, abanderado del teatro costumbrista y precursor del espectáculo popular, cuya llama se fue apagando en el olvido del público y su nombre, que en algún momento ocupó las marquesinas de los escenarios, los titulares de la prensa y los anuncios comerciales, se fue desvaneciendo en la memoria colectiva.
Un Quijote en Nueva York
A ese pequeño apartamento de Queens, a miles de kilómetros de los escenarios donde “Campitos” granjeó fama y fortuna, el dramaturgo llegó en 1973 junto a Any, un par de maletas y unos pocos ahorros. Tenía el ánimo de empezar una nueva vida luego de que su audiencia lo hubiera abandonado, lo ahogaran las deudas y los empresarios le dijeran que se pasara a la televisión o al cine porque el teatro en Colombia había muerto.
No fue un periplo sencillo. Con el ánimo renovado, las ganas de aventura, unos pocos ahorros que quedaron de su última obra y un par de maletas llenas de los finísimos trajes que Campos mandaba a confeccionar en Argentina para su compañía teatral, la pareja de artistas zarpó en 1972 del puerto de Barranquilla para iniciar una travesía por Centroamérica.
Su primer destino fue Panamá, de allí pasaron a Costa Rica y luego a Nicaragua, donde visitaron Metapa, el pueblo de Rubén Darío (hoy Ciudad Darío). Luego pasaron a Honduras, donde caminaron por sus famosos pinares. En todos los destinos “Campitos” fue recibido por artistas, políticos, embajadores y otros personajes con quienes sostenía encendidas charlas hasta el amanecer.
La primera etapa de su viaje terminó en Guatemala, cuando su suerte empezó a cambiar y Any, su caja de ahorros, ya no tenía más alhajas ni trajes para empeñar. Buscando la ayuda y patrocinio del doctor Humberto Campos (el hijo mayor de su primer matrimonio) y de Campos Prigione, la pareja se enrutó hacia Estados Unidos.
Allí se establecieron en Queens, donde “Campitos” consiguió un trabajo acomodando sillas y limpiando mesas al cierre de un restaurante. Aunque era un hombre humilde y sencillo, que no le rehuía al trabajo, la diabetes que cargaba a cuestas desde hace años empezó a hacer mella en su salud y su fortaleza física no correspondía ya con su ánimo aún infatigable.
Su estadía en Nueva York se prolongó casi por 10 años. Durante ese tiempo se vinculó al directorio del Partido Liberal Colombiano (el partido político más antiguo de Colombia de ideología socialdemócrata) en ese país y participó activamente en las actividades de la colonia colombiana. Se presentó en montajes pequeños como Masato Claro, mi país político en el Teatro Plaza (1975), y participó en la obra Toque de Queda (escrita por Luis Enrique Osorio), que se presentó en el teatro Thomas Mann de la Universidad de Columbia, también en 1975, con motivo del homenaje que esta institución preparó para conmemorar el fallecimiento del dramaturgo.
Tal vez el episodio más recordado de su paso por EE.UU. fue el homenaje que el consulado colombiano le rindió al comediante por sus 35 años de labor artística, a principios de 1975. El cónsul Cepero Samper le entregó una medalla de oro y una placa de reconocimiento en el Carnegie Hall, por su encomiable labor de llevar el arte y la cultura a las masas de Colombia. La marquesina de este mítico recinto de las artes fue de las últimas en llevar el nombre del artista como testimonio de una grandeza olvidada.
Un último regreso
En 1976, “Campitos” intentó regresar a los escenarios colombianos por invitación de Fanny Mikey, reconocida empresaria argentina que luego cofundaría y dirigiría el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. “Campitos” era la atracción principal del Café-Concierto que la argentina montó en Bogotá, pero solo pudo salir a escena en dos ocasiones; el resto de las presentaciones se cancelaron por sus quebrantos de salud.
A partir de ese momento, el artista y su esposa desaparecieron del radar público hasta 1983, año en que Luis Carlos Giraldo, corresponsal del diario colombiano El Espectador en Nueva York, escribió un artículo en donde narraba las difíciles condiciones económicas y de salud por las que atravesaba el artista exiliado.
Ese reporte de prensa llegó a las manos y ojos de Jesús Rincón, el joven cantante que había asistido a “Campitos” en la escritura de Don Próspero Baquero por allá en 1953. Rincón ahora era un barítono consumado y el subdirector de cultura del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. Cuenta Rincón que la última vez que había hablado con “Campitos” fue en el año 76, en Nueva York, cuando hacía parte de la Amato Opera Company y visitó a su maestro en el viejo basement de Queens.
Al leer en el reporte de prensa las duras condiciones en las que se encontraba “Campitos”, Rincón se propuso repatriarlo para homenajearlo y devolverle algo de todo lo que dio al país desde los tablados. Desde su cargo, Rincón ya había conseguido 25 casas para artistas desamparados por medio del Instituto de Crédito Territorial, por lo que no le era imposible gestionar la de “Campitos”. Lo difícil fue dar con el paradero del artista errante.
Lo primero que hizo fue contactar a Giralgo. Este le contó que uno de los hijos de Campos le había dicho que la pareja había salido de Nueva York en 1982, y se había trasladado a Mendoza, Argentina.
Ambos le siguieron la pista a Campos hasta la calle Lavalle número 1026 del poblado de Godoy Cruz, apartado postal 5501, Mendoza, Argentina. De inmediato Rincón le envió una carta al artista manifestándole sus intenciones de repatriarlo. En carta fechada el 6 de julio de 1983, “Campitos” le agradece a Rincón la gestión que realiza para su regreso y le dice que el lugar más propicio para su estadía en el país sería la ciudad de Cali, por el clima y la cercanía con su tierra.
Así las cosas, el domingo 16 de octubre de 1983, a las 3:50 de la tarde, Carlos Emilio Campos y su esposa Any aterrizaron en Bogotá, en el vuelo 080 de Avianca, procedente de Buenos Aires.
Carros de bomberos, cámaras de televisión y cerca de 200 músicos fueron a recibir a “Campitos” al aeropuerto para recordarle un poco de la gloria olvidada. De ahí siguieron homenajes, placas, aplausos y reconocimientos del público y del gobierno, que pronto fueron dando paso, de nuevo, al inexorable olvido.
Luego de una corta estancia en el hotel Tequendama de Bogotá, la pareja se trasladó a Cali para aguardar por la entrega de la casa que el gobierno les había prometido. Tras sortear algunas dificultades burocráticas, la entrega de la casa finalmente fue autorizada por el Instituto de Crédito Territorial. Durante unos meses, “Campitos” y Any se dedicaron a recorrer edificaciones buscando la casa que más se acoplara a sus necesidades. La búsqueda fue infructuosa. La pareja no se pudo decidir por una casa y cansados de esperar los favores del gobierno, “Campitos” y su mujer se trasladaron a Ibagué, Tolima, para procurarse por sí mismos lo que necesitaban. Su benefactor, Jesús Rincón, fue destituido de su cargo 10 días después de la llegada de Campos y Prigione a Colombia y no los pudo ayudar.
De aquí en adelante es poco lo que se sabe del artista. A mediados de octubre de 1984, Rincón fue contactado por una de las nietas de “Campitos”, quien le contó que su abuelo había sido internado por su delicado estado de salud; estado que se deterioró aún más con el intempestivo fallecimiento de su amada Any, a los 68 años, por cuenta de un cáncer de páncreas, finalizando el mes de noviembre de 1984. Tan solo unos cuantos días después, el 17 de diciembre, le tocaría el turno al comediante de 78 años.
El deceso se produjo en las horas del mediodía en la clínica El Rosario de la ciudad de Ibagué, como consecuencia de “fallas multifuncionales con una diabetes de fondo”, según el dictamen del médico Aníbal Ramos.
“Hizo reír a millones, pero murió en soledad”, fue el título con el que el diario El Espacio registró el fallecimiento el 18 de diciembre de 1984. “Abandonado murió ‘Campitos’”, reseñó por su parte el diario El Tiempo, como un testimonio más del olvido al que el artista fue sometido en sus últimos años y del soplo final de la llama de su fama que, alguna vez, fue una de las más brillantes del país.
Nicolás Rodríguez Chaparro es colombiano, mercenario del periodismo y cazador de historias inéditas de personajes inéditos.
Fotos: Archivo personal de Carlos Emilio Campos (hijo)