Conservando el peruanismo en el Quinto Suyo

 
Una fiesta familiar con música y baile peruano tradicional.

Una fiesta familiar con música y baile peruano tradicional.

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Mi abuelo, Timoteo Sánchez, hablaba quechua, el idioma nativo de los Andes, y de él aprendí que nuestros ancestros incas organizaron su imperio (Tahuantinsuyo) en cuatro suyos, o regiones, que tenían su epicentro en Cusco. Pensé en él cuando escuché por primera vez la expresión “quinto suyo”, una quinta región que se refiere a las comunidades peruanas en el extranjero. Mis padres octogenarios, Sara Sánchez y Nicolás Vera, que nacieron en Perú y crecieron en Lima, se unieron a ese suyo cuando dejaron el país hace medio siglo. Del Perú, a la República Dominicana y ahora en Canadá, han sido migrantes más de la mitad de sus vidas, y fueron los primeros de sus familias en crear un hogar peruano fuera del país. Con el deseo y la determinación de preservar su identidad, cultivaron el idioma, la comida, la música, el arte, la literatura y la religión del Perú en donde vivieron.

Durante los últimos cincuenta años, han cumplido innumerables veces la promesa de "Todos vuelven", el vals de César Miró de 1940. Su letra es un himno para los expatriados peruanos:

Todos vuelven a la tierra en que nacieron,

al embrujo incomparable de su sol,

todos vuelven al rincón donde vivieron…

 
 

Everybody returns to the land where they were born,

to the incomparable enchantment of its sun,

everybody returns to the corner where they lived…

Hace algunos años, en una de nuestras últimas visitas al Perú antes de que esta pandemia global hiciera imposible viajar, planeamos una gran reunión familiar en Lima para celebrar las bodas de oro, el 50 aniversario del matrimonio de mis padres. Además de la comida obligatoria en un restaurante tradicional criollo con familiares y amigos y una noche de fiesta en una peña clandestina con música en vivo y bailes afroperuanos, mis padres querían visitar los hogares de su niñez. Querían que viera de dónde venían, las quintas de los Barrios Altos en 1940.

Las quintas limeñas del siglo XIX eran edificios de vivienda abarrotados con apartamentos unifamiliares estrechos, que albergaban migrantes originarios de los Andes, China, Italia o afrodescendientes. Estos apartamentos no tenían agua corriente, así que las familias compartían un solo grifo comunal. Por eso los limeños les dicen a estas quintas "callejón de un solo caño”. De este caño, mi abuela Rosa Sánchez recogía el agua que hervía en su estufa de leña para después cocinar.

Cuadro de una quinta en Lima.

Cuadro de una quinta en Lima.

Hoy, muchas de estas quintas son escombros peligrosos, con algunos ocupantes ilegales aferrándose a los vestigios de un hogar, en barrios con altas tasas de criminalidad. Todo al que le preguntábamos nos decía que era muy peligroso visitarlos, y ningún taxi nos quería llevar. Pero, como con todos los retos a los que nos enfrentamos, estábamos resueltos a encontrar una manera de superarlo. Y nuestra familia respondió: el esposo de mi prima nos ayudó a contratar un conductor con una van y dos exmilitares armados que nos escoltaron en un recorrido por el ayer.

Me preguntaba cómo se sentían mis padres con las precauciones que tuvimos que tomar para llevarlos a visitar los hogares de su infancia y la aparente contradicción de que estos peruanos, limeños, no fueran bienvenidos en su ciudad natal. La promesa de César Miró no era tan sincera, después de todo. Tenía un asterisco: todos vuelven al rincón donde vivieron, pero en ocasiones necesitarán un guardaespaldas.

Un día, entre la Calle Capón en el Barrio Chino de Lima, donde mi abuelo Timoteo era un policía; el Mercado Central, donde mi mamá hacía la compra a los seis años; y las viejas escuelas primarias de mis padres y al parque donde la abuela, Antonia Vera, vendía picarones caseros en los Barrios Altos, nuestro viaje evocó los recuerdos que mis padres tenían de una Lima de 1940 que casi había desaparecido por completo. Los exmilitares nos escoltaban vestidos de civiles mientras caminábamos por las aceras sucias y polvorientas, uno al frente y el otro detrás. En una esquina, un hombre que caminaba en nuestra dirección se acercó demasiado, tal vez estaba borracho o tal vez era un carterista, pero nuestro guardaespaldas rápidamente lo quitó del camino.

De todas nuestras paradas, visitar la vecindad de dos pisos de mi mamá, la Quinta Pinasco, tuvo el mayor impacto emocional. Allá fue donde creció, donde aprendió a cocinar, donde celebró su quinceañera. Nuestra van paró al frente del edificio y uno de los exmilitares nos pidió esperar mientras él entraba para asegurarse de que fuera seguro para nosotros.

En lo más alto de la fachada, el edificio todavía tenía la cabeza de un león con la boca abierta. Por casi un siglo, había estado cuidando el edificio de los intrusos. Una puerta alta, detrás de la cabeza del león, llevaba a un pasillo que terminaba en un pequeño patio rodeado por muros derrumbados y ladrillos polvorientos desperdigados. Muros que alguna vez hicieron eco de los ritmos que sonaban en las jaranas nocturnas que allí se celebraban. Sesiones de improvisación de música criolla con guitarra, cajón y cantantes que competían entre ellos con letras improvisadas basadas en décimas, una estrofa versada española de diez líneas, que el poeta afroperuano Nicomedes Santa Cruz recuperó y popularizó.


Mientras entrábamos escoltados por nuestros guardaespaldas, una familia joven salió de su apartamento. Es difícil creer que alguien todavía viviera allí. Uno de nuestros guardaespaldas les dijo que mi mamá solía vivir ahí y la miraron con el profundo respeto que se les da a los mayores en la cultura latina. Aunque la familia parecía recién llegada a la quinta y no estaban ni cerca cuando mi mamá vivió ahí, sabían la historia del lugar. Me di cuenta de que miraban a mi mamá con empatía y creo que entendían la melancolía de regresar al hogar de su infancia.

Mi mamá, que mide menos de 1,50 metros y tiene la misma complexión indígena de su padre Timoteo, se veía aún más diminuta parada en el patio inspeccionando los balcones más altos. Apuntó a un rellano donde alguna vez hubo una escalera de madera que llevaba a su apartamento. Me contó lo mucho que odiaba la ducha comunal debajo de las escaleras, porque del piso de madera se colaban cucarachas. Mientras seguía mirando hacia su apartamento, vi a la niña de seis años en las historias que nos contó sobre las cenas familiares. Por ejemplo, cómo aprendió a cocinar con su mamá Rosa, parada en un banco para alcanzar la estufa. Y me pregunté cómo escapó del destino casi seguro de quedarse en ese edificio toda su vida.

No estoy seguro cuánto tiempo nos quedamos en el patio de la quinta, o cuántos recuerdos mi mamá revivió durante nuestra visita. Tal vez los suficientes para que por un momento se dejara de sentir como una turista. Por un momento, estaba en su casa otra vez. Aún hoy, cuando le pregunto qué es lo que más extraña de Lima, ella dice que la vecindad de la quinta de hace 80 años.

Aunque mis padres no se conocieron hasta la secundaria, ellos compartían los mismos valores y sentido ético que formó sus vidas y los juntó. Mi abuelo Timoteo una vez me habló de las tres leyes del Inca (ama sua, ama llulla, ama quella) que en quechua significan no robes, no mientas y no seas perezoso. Estas estaban incrustadas en el ADN de mi madre y mi padre, aún siendo niños. Para ellos, educarse fue un instrumento para romper con una vida de pobreza. Así que ambos fueron los primeros de sus familias en ir a la universidad y convertirse en profesionales. Mi mamá estudió derecho en la Universidad de San Marcos, la universidad más vieja de América, y mi papá estudió ingeniería en la Universidad Nacional de Ingeniería.

Un retrato con la familia de la madre del autor varios años después de su boda.

Un retrato con la familia de la madre del autor varios años después de su boda.

Los padres del autor en el día de su boda en Lima.

Los padres del autor en el día de su boda en Lima.

Una vez que se establecieron en sus carreras y ganaron salarios de profesionales, Sara ayudó a sus padres, Timoteo y Rosa, a comprarse una casa nueva; y Nicolás ayudó a sus padres, Nicolás Sr. y Antonia, a comprarse un terreno donde pudieran construir. Mis padres fueron un ejemplo para sus hermanos, quienes siguieron sus pasos y también fueron a la universidad. Y como para muchos de sus contemporáneos, hubiera sido fácil que su trayectoria vital siguiera un curso tradicional. Quedarse en Lima. Casarse. Encontrar una casa. Empezar una familia. En cambio, se dieron cuenta de que para tener una vida mejor, para ellos y para sus hijos, no solo tenían que dejar la vecindad, también tenían que labrar un camino nuevo e irse del Perú.

Cuando le pregunté a mi papá qué había motivado su viaje a una vida de expatriado, me respondió como un ingeniero, breve y preciso: educación y economía. Quería que sus hijos tuvieran una educación, pero el clima político y la inequidad socioeconómica era un catalizador para protestas y choques violentos entre universitarios y policía. Y sabía que como ingeniero podía conseguir un mejor trabajo afuera. Pero también me recordó que mis abuelos eran migrantes que habían salido de los Andes a Lima, a quienes los citadinos miraban como extranjeros. Así que tal vez dejar Lima era parte de un viaje que había empezado antes de que mis padres hubieran nacido.

Su visión y espíritu pionero los llevó a la República Dominicana. Con mi hermano menor, de tres años, y yo, de cuatro, hicieron de Bonao, un pueblo pequeño en el centro de la isla, su hogar por diez años. Mi papá trabajó como ingeniero en una compañía minera canadiense, pero mi mamá dejó su carrera para criarnos. Allí, en el medio del Caribe, fue donde mi mamá, por primera vez, recreó un hogar peruano fuera del Perú. Fue allí donde mis padres entraron al quinto suyo.

Al principio, desde la República Dominicana de los años 70, las visitas familiares al Perú eran en Navidad, en medio del verano limeño, y todas giraban alrededor de la comida. Durante el desayuno, planeábamos las reuniones para el almuerzo, la comida más grande del día. Inevitablemente, terminábamos en una chifa por horas, disfrutando plato tras plato de comida casera chinoperuana. La cena era una acotación, algo ligero para dominar el apetito hasta el otro día. Y en Nochebuena, parecía que todo lo que comíamos era panettone, un pan con frutas secas que en el siglo XIX inmigrantes italianos trajeron a Lima. Recuerdo ver los vendedores en las calles apilando pirámides de cajas de panettone en las esquinas, donde marcas como D’onofrio hicieron que el panettone fuera más popular en Lima que en su lugar de origen, Milán.

Durante estos viajes, mis padres nos llevaban a casas artesanales a comprar arte y muebles peruanos hechos a mano. Y poco a poco, empezaron a amoblar su casa caribeña con artesanías que les recordaban al Perú. Sillas de cuero con grabados Incas. Tumis, el cuchillo ceremonial Inca de hoja semicircular, de cobre. Retablos, altares tallados en madera con puertas dobles. Coloridos textiles de lana andina. Y nacimientos. Nuestra casa era como un santuario congelado en el tiempo, que rendía homenaje a nuestros ancestros, a nuestro país. El arte era parte de lo que hacía peruanos a mis padres.

Como el Perú, la República Dominicana tiene un legado colonial que dio origen a una cocina familiar criolla y una música que nos hacían sentir en casa. Allá, bailar merengue era tan alegre como el festejo afroperuano, y el abundante sancocho, cocido con ahuyama y zanahorias, recordaba el seco del Perú; un guiso de cordero y vegetales que se convirtió en uno de los platos favoritos de mi mamá. Y aunque no existía la barrera del idioma, aprendimos rápidamente la jerga local. En Lima, “ahorita” significa ahora mismo, pero en la República Dominicana significa "más tarde; mucho, mucho más tarde".

Hoy, la comida peruana es famosa alrededor del mundo y la cocina es una parte fundamental de la identidad cultural del país. Por siete años consecutivos, los World Travel Awards nombraron al Perú como el principal destino culinario del mundo. Y antes de la pandemia, los turistas iban en manada a los restaurantes de Lima, muchos de ellos en la lista San Pellegrino de los 50 mejores del mundo. Pero mis padres siempre habían amado la comida peruana con la que crecieron, décadas antes de que los restaurantes peruanos más populares aparecieran en Miami, Nueva York, San Francisco, Londres, París, Madrid o Tokio. Para ellos, la peruana es “la mejor comida del mundo”, y me recordaban que en ocasiones la mejor comida del mundo puede venir de las familias más pobres y las cocinas más humildes.

Durante nuestra estadía en la República Dominicana, la cocina de mi mamá nos hizo peruanos. Ella preparaba todos los platos tradicionales: ceviche, lomo saltado, arroz chaufa, papa rellena, tallarines rojos, causa y más. No solo para nosotros, también para amigos y vecinos. En las comidas comunales, todo el mundo esperaba el preciado plato  de mi mamá, ají de gallina, un guiso de pollo deshilachado picante que se cocina a fuego lento. Y las jarras espumosas de pisco sours de mi papá, con jugo fresco de limón, azúcar, claras de huevo, hielo y pisco que traía de nuestros viajes a Lima.

Además del pisco, mis padres siempre tenían una provisión de ajíes peruanos: amarillo, panca y rocoto, para cocinar y condimentar con esa sazón adicional que necesita cada plato. Aunque la etimología de ají es axi, de los indígenas taínos del Caribe, el ají no es preponderante en la cocina dominicana. Recuerdo ver a mi papá y a mis tíos poner más ají a sus platos, sudando por el picante, limpiándose las frentes con pañuelos, aplacando el calor con cerveza fría, para luego volver por más, todo bajo el candente sol caribeño del medio día.

Después de comer, y una vez que el sol se ponía, llegaba el baile, algunas veces a la luz de las velas cuando fallaba la energía eléctrica. Merengue, salsa, cumbia y siempre vals criollo, un ritmo sincopado que mece las caderas. Creo que bailar vals peruano es un arte perdido.

Mi mamá ama “La Flor de la Canela”, un vals criollo de Chabuca Granda, que era el más popular cuando ella era adolescente. La letra está escrita desde la perspectiva de una mujer limeña, que paseando evoca la ciudad que recibe su nombre del río Rimac. Mi papá se identifica con la situación difícil de "El provinciano", un vals criollo de Los Trovadores del Perú, sobre un hombre de los Andes que deja su hogar por la ciudad, pero la anhela. No sé si mis padres se dan cuenta de que su amor por estas canciones plantaron la semilla de la música en mí. Incluso siendo muy joven, uno de mis valses criollos favoritos era “Propiedad Privada” de Lucha Reyes, que canta sobre los esfuerzos que hace una mujer para asegurar su pareja:

 

Para que sepan todos

que tu me perteneces

con sangre de mis venas

te marcaré la frente

 

So that everyone knows

that you belong to me

with blood from my veins

I will mark your forehead

 

Hay una nostalgia profunda y gran pasión en estas canciones viejas, especialmente cuando vienen de un disco LP de los años 70.

Los domingos en la República Dominicana todo el pueblo iba a misa y el cura saludaba a cada uno por su nombre. Como el Perú es un país devotamente católico, ir a misa fortalecía los lazos con la comunidad. Y las historias que mis padres nos contaban mis padres conectaban nuestra experiencia religiosa en el extranjero con el Perú. Como el esclavo africano que hace tres siglos pintó el Cristo Negro en un mural en Lima, un muro que se mantuvo en pie después del terremoto que devastó la ciudad. Del siglo XVII, San Martín de Porres, un peruano de ascendencia criolla y santo patrón de la justicia social. Y la hermandad del Señor de Los Milagros, a la que pertenecía mi abuela Antonia, que celebraba con una procesión por toda la ciudad en octubre. También había una conexión religiosa con la comida, las monjas de Santa Clara eran famosas por su muy popular pastel, Turrón de Doña Pepa. Ahora, décadas después, me di cuenta de que mis padres no solo eran migrantes preservando su propia identidad cultural, sino que también eran embajadores, orgullosos de su herencia y ansiosos por compartirla con otros.

Pienso que mis padres siempre consideraron a la República Dominicana como una escala, y empezaron a planear nuestro traslado a Canadá mucho antes de que nuestra época de expatriados allí terminara con una recesión económica y despidos en la compañía minera de mi padre, lo que forzó a muchos extranjeros a partir. En ese momento enfrentaban una decisión: volver al Perú o continuar viviendo afuera. Era principios de los años 80 y el terrorismo violento (liderado por Sendero Luminoso) estaba descontrolado en el Perú. Lima era una zona de guerra, e incluso el campo estaba en estado de sitio. Bombardeos. Asesinatos. Ejecuciones. Este no era un país al que mis padres considerarían volver con su familia, así que decidieron continuar viviendo afuera, pero nada los preparó para el choque cultural que iba a ser mudarse aún más lejos, a Canadá.

Mis padres se reubicaron a Scarborough, un suburbio al este del centro de Toronto, hace 40 años y trasplantaron todo el interior de su casa en la República Dominicana. La emocional calidez del arte que mi madre coleccionaba, colgado en su lugar, nos dio algo de comfort durante nuestro primer invierno, frío y nevado. Lo mismo hizo su comida. Pero sé que mis padres lucharon con la cultura y el idioma. Aunque ambos habían estudiado inglés en la escuela, esta era la primera vez que tenían que vivir, trabajar y socializar en un lenguaje completamente diferente a su español nativo. Sin embargo, con el paso del tiempo hicieron amigos y empezaron a construir una comunidad de vecinos. Y como en la República Dominicana, la cocina de mi mamá y los pisco sours de mi papá se ganaron a todo el mundo. Hablábamos español en casa, como familia, y nos reíamos del maravilloso acento peruano de mi mamá, diciendo "co-si" en vez de "cozy". Sus conversaciones en español siempre se sintieron más íntimas, expresivas, románticas, coloridas y juguetonas.


Mi padre recuerda que hubo un tiempo en el que era una posibilidad mudarse de vuelta al Perú. Durante los primeros años difíciles en Canadá todavía tenían una casa en Lima a la que podían regresar. Pero terminaron vendiéndola para comprar su casa actual. Eso, creo, fue el punto de no retorno al Perú. El impulso de la vida continuó empujándolos lejos de su país natal.

En su nueva ciudad, mis padres tenían que descifrarlo todo. Dónde comprar víveres. Qué escuelas eran las mejores para nosotros. Y a dónde ir a cenar. En esa época había pocos peruanos en Toronto y pasaron años antes de que aparecieran los restaurantes peruanos. Así que en su búsqueda por algo familiar, nos llevaron al Barrio Chino, donde encontramos restaurantes cantoneses, llenos de personas locales, que nos recordaban a los chifas en Lima.

Ir a misa en Canadá también era un reto, no porque el sermón fuera en inglés, sino porque era demasiado largo y no había ningún sentido de comunidad. Así que eventualmente dejaron de ir y practicaban en casa. “Gracias, Señor, por el pan de cada día”, empezaban al dar las gracias antes de las comidas. Para navidad, mi mamá instaló un nacimiento que competía con cualquiera expuesto en Lima en diciembre. Entonces, mi papá ponía una y otra vez el disco de la preciosa Ronda de Pascua, villancicos cantados por un coro infantil peruano, mientras mi mamá cortaba el panettone que disfrutábamos con chocolate caliente peruano. Y a la media noche, en nochebuena, rezábamos frente al nacimiento antes de intercambiar regalos. Así que, a su manera, fueron capaces de mantener sus tradiciones religiosas vivas.

Aunque mi mamá dejó su carrera de abogada en la República Dominicana, en Scarborough se convirtió en profesora universitaria de español, admirada y respetada. De esa manera, a través del lenguaje, continuó compartiendo parte de la cultura peruana con sus estudiantes. Mi papá, a pesar de ser ingeniero, estaba muy interesado en mejorar la economía, el desarrollo social y la democracia peruana, así que obtuvo una maestría en ciencia política de la Universidad de Toronto, mientras trabajaba a tiempo completo. Pero también usó su título de ingeniero para ayudar a otros. Fue tutor de estudiantes inmigrantes de secundaria en el barrio y enseñó matemáticas a adultos que estaban buscando su título de bachiller en una escuela indígena.

Una cena familiar con varias generaciones.

Una cena familiar con varias generaciones.

Durante los últimos 40 años en Canadá, para mis padres la familia se convirtió en su verdadera comunidad. Uno por uno, varios de los hermanos de mis padres vieron que Canadá ofrecía educación pública de calidad, un sistema de salud gratuito y posibilidades profesionales, así que empezaron a migrar a Toronto con sus familias, y se quedaban con nosotros hasta que encontraban casas propias. Algunas veces, con tres cuartos, una cocina y un baño para diez personas nuestra casa se quedaba pequeña, pero mis padres siempre apoyaban a la familia. Esta nueva, gran familia extendida se juntaba para comidas comunales, reuniones, cumpleaños, aniversarios, las fiestas patrias del Perú y, por supuesto, navidad.

Aquí, tan lejos de nuestra tierra natal, fue donde mi mamá me enseñó a cocinar los platos tradicionales peruanos. Era una tradición familiar pasar las recetas de manera oral. Así fue como mi abuela le enseñó a ella y ahora era su turno de enseñarme a mí. Antes de que empezáramos, le preguntaba qué quería escuchar y ella escogía artistas afroperuanos, andinos y latinos. Mientras cocinábamos, parábamos para bailar en la cocina entre risas. Pienso que esa música, la alegría que nos daba, podía probarse en nuestra cocina.

En una ocasión, el cruce entre comida y música se manifestó en un encuentro entre mi madre y la famosa cantante afroperuana Susana Baca. Habíamos asistido a uno de sus conciertos y algunos miembros de la banda que yo conocía nos invitaron detrás del telón después de su actuación. Inmediatamente, Susana y mi mamá se conectaron por Lima, su comida y su música. Antes de despedirnos, decidieron que se encontrarían al día siguiente para almorzar, y mi mamá y Susana cocinarían. Así que, en su día libre, la banda trajo sus instrumentos y tocaron un concierto en casa, mientras en la cocina, como si fueran viejas amigas, Susana y mi mamá cocinaban ceviche y arroz con pollo. Fue un deleite para nosotros, pero también para la banda, porque al estar en largas giras lejos del Perú, lo que más extrañaban era la comida y un almuerzo de comida criolla casera les dio alivio, alegría y alimento.

Mientras viví con mis padres en la República Dominicana y Canadá, ellos me mostraron cómo ser un peruano en el extranjero. Y desde que dejé su casa, hace casi dos décadas, he seguido sus pasos. Me convertí en un chef peruano. Aprendí a tocar percusión afroperuana. Y ahora escribo sobre la comida y la bebida del Perú. Una vez al año me encuentro con mis padres en Lima para visitar a la familia. Y recordamos los obstáculos que pasaron durante los últimos 50 años.

La vida es difícil, no importa dónde se viva, especialmente cuando se envejece.

En mi mente, todavía puedo oír a mi padre recitar un verso de uno de sus poemas favoritos del peruano César Vallejo, "Los Heraldos Negros":

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! 

Golpes como del odio de Dios;

 

There are in life, such hard blows… I don't know!

Blows such as God's wrath…

 

En un viaje reciente a Lima, noté que mis padres anotaron las direcciones y detalles de apartamentos que encontraron en alquiler o venta. Estaban interesados en un lugar central donde pudieran ir a sus cafés favoritos a almorzar o tomar el té en la tarde, caminar al parque, hojear librerías, comprar en supermercados, visitar casas artesanales o pasear en el malecón que mira sobre el océano Pacífico. Pero cuando les pregunté si de verdad se mudarían a Lima, estaban indecisos. Citaron “razones sentimentales” como su inspiración, pero se dieron cuenta de que lo práctico derrota las razones sentimentales. Tal vez hace 30 años, dicen. Me pregunto si mis padres sabían cómo su decisión de vivir afuera impactaría su trayectoria vital. Cómo tomaron un impulso que eventualmente les haría imposible regresar al hogar que conocieron una vez. Pero ahora, a sus 80 años, dependen del acceso a un sistema de salud que no está disponible en el Perú. Y Lima ha cambiado demasiado para ellos. Es más grande y caótica de lo que ellos estaban acostumbrados. El tráfico está entre los peores del mundo. El crimen es un problema, así que no tendrían la posibilidad de caminar por sus viejos barrios. Y cuando regresamos a Lima a visitar a la familia, los limeños los tratan como extranjeros. Cuando mi padre empieza una conversación sobre política o economía con un taxista, inmediatamente le preguntan de dónde es. Mi padre, asombrado, explica que nació en Lima. Como yo. Parece que perdió su acento al vivir en el extranjero. Y sé que yo también.

Hoy, mis padres están jubilados y viven solos en Toronto, en la misma casa en la que crecimos mis hermanos y yo. Creo que es muy grande para ellos, a su edad. Pero no quieren mudarse a una más pequeña o a un centro de vida asistida. Tiene muchos recuerdos para ellos y tal vez son un poco tercos, se resisten al cambio. Mis padres me dicen que cuando fallezcan quieren descansar en Canadá. Tal vez, después de todos sus viajes, al fin encontraron un hogar.

El hogar del autor en Portland y el arte peruano que ha coleccionado a lo largo de los años, inspirado por su padres.

El hogar del autor en Portland y el arte peruano que ha coleccionado a lo largo de los años, inspirado por su padres.

Por la pandemia, han pasado dos años desde que vi a mis papás, o desde que ellos tuvieron la posibilidad de visitar a nuestros familiares en el Perú. Así que para mantener el contacto tienen sesiones de Zoom regularmente con ellos, y también escuchan noticias peruanas en la radio todos los días. Cuando les pregunto “¿cómo están las cosas?”, contestan que las cosas están terribles en Lima, como si vivieran allá. Yo también hago FaceTime con mis padres todas las mañanas para que puedan ver crecer a su nieta de seis meses. Todos esperamos poder viajar de nuevo y visitarnos mutuamente, cuando sea seguro.

A veces pienso en los muchos peruanos que dejaron su país. César Vallejo, el famoso poeta bohemio, y Jorge Chávez, el primer aviador en cruzar los Alpes, vivieron en Francia. La exótica soprano Yma Sumac, el campeón de Wimbledon Alex Olmedo y la estrella de la percusión Alex Acuña vivieron en Los Angeles. Mientras que Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura, se reubicó en España. Estos, por supuesto, son los famosos. Hoy hay una gran comunidad de peruanos expatriados por todo el mundo. Recientemente, leí sobre una de las más grandes (Little Lima) en Paterson, Nueva Jersey, donde los negocios y restaurantes de peruanos prosperan y las familias migrantes se sienten bienvenidas. No fue así para mis padres en Toronto. No hubo un comité de bienvenida. Tuvieron que descifrar todo solos. Y su propia familia se volvió su comunidad. Pero como las familias en Nueva Jersey, mis padres representan la evolución de la identidad peruana en el extranjero, el quinto suyo.

Mi abuelo me dijo alguna vez que es posible dejar el Perú y seguir siendo peruano. Pero algo se pierde al vivir afuera por tanto tiempo, como lo perdieron mis padres. Mi mamá perdió la profundidad de la conexión con sus hermanos en Lima y se perdió de las muchas reuniones familiares y celebraciones que se hicieron en su ausencia. Mi padre habla de perder a sus amigos de la escuela y la universidad. De vez en cuando tienen reunión de graduados, donde se encuentran para tomar cerveza y conversar, charlas que solo son posibles con alguien que comparte tu pasado. Ninguno de sus amigos en Canadá reemplaza lo que dejaron atrás en Lima. Un hilo emocional los conecta con su lugar de nacimiento y ellos han preservado su peruanismo a través de la familia, la comida, la música, el arte, la religión, la literatura y los recuerdos nostálgicos, pero a pesar de la promesa de un vals peruano, no pueden volver nunca.

La cuadra de Cinco Esquinas en Lima.

La cuadra de Cinco Esquinas en Lima.

Al final de nuestro recorrido por el viejo barrio de mis padres hace unos años, el conductor nos estaba llevando de vuelta al hotel cuando reconocí donde estábamos. Los limeños llaman Cinco Esquinas a la intersección de cinco calles en el borde de los Barrios Altos. Mario Vargas Llosa escribió una novela sobre este famoso barrio que en el pasado era el hogar de artistas, bohemios y músicos. Así que le pregunté al conductor si podía parar para caminar un poco, pero nuestros guardaespaldas dijeron que no, definitivamente no, era muy peligroso, incluso para ellos. Mientras cruzábamos la intersección, miré por la ventana trasera de la van y tomé una foto que todavía guardo como recuerdo de que aunque avancemos, algunas veces puedes dar un vistazo a lo que dejaste atrás.

*Traducido por María Antonia Giraldo.


Nico Vera es un escritor freelance, fotógrafo y chef peruano de comida vegana especializado en la cultura de comida y bebida peruana. Sus artículos, fotos y recetas se han publicado en  TasteWhetstoneVegNewsThe Bold ItalicNew WorlderImbibe. Nacido en Perú, actualmente vive en Oregon con su novia Alec y su hija Río.

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